El escritor y periodista bosnio Faruk Šehic (Bihac, República Socialista Federal de Yugoslavia,1970), veterano de la última guerra de los Balcanes, ha contado que los serbios y los croatas intentaron persuadirle de que se definiera musulmán bosnio, porque los yugoslavos entonces ya habían dejado de existir. Se convirtió en dos personas: el niño que exploró el mundo natural de su vieja patria a través de la narrativa y el soldado que fue a la guerra consciente de que iba a matar personas con su mismo nombre.

Admite haberlo hecho pero más que lo que sucedió lo que realmente importa en su literatura es el legado psicológico del conflicto y el daño que causó. Escribe sobre el dolor o, como él mismo explica, cuenta una película sobre la vida después del apocalipsis. Las imágenes que nos ofrece son los destellos de un arma blanca que se hunde una y otra vez en la conciencia. No le cuesta inventar historias de terror tras haberlas vivido, en su país o lo que queda de él, «la literatura es a menudo más que la vida misma», escribe, «consiste en una mezcla de maquinación y de hechos irrefutables». La belleza y la tragedia son indisolubles en las páginas de Cuentos con mecanismo de relojería, que ve la luz gracias a La Huerta Grande y a la impagable traducción de Miguel Rodríguez Andreu.

El fantasma del odio y la destrucción, los muertos y los heridos dejan cicatrices en el cuerpo del superviviente. En el caso de Šehic, el retrato de esa vida posapocalíptica hace que el lector se estremezca no pocas veces por la dura belleza lírica que atrapa en cada párrafo. Por ejemplo, cuando en Mi Atlántida privada, uno de los breves cuentos de la colección, se despide de su mundo yugoslavo adolescente desaparecido. «¿Dónde quedó todo esto? Ah, sí, llegaron los malos tiempos. Y la guerra, y los refugiados, y el rifle al hombro, y las heridas, y el amor a la rakija y los cigarrillos. ¿Saben cómo es de dulce un cigarrillo cuando se fuma bajo un bombardeo de proyectiles de mortero de 60 milímetros? Mejor que no lo sepan. Por eso estoy aquí para aclarárselo. Eso era mi misión inconsciente: sobrevivir, hablar, escribir».

En la misma casa de la abuela Emina, que decía que si en la víspera de un viernes llueve caerá agua durante toda la semana, inicia Šehic el viaje a lo desconocido que culmina en Sarajevo, la ciudad que superó a la muerte al liberarla en sus patios traseros, o en los campos de fútbol, donde se enterraba a las víctimas por falta de sitio en los cementerios o en los espacios públicos frente a los edificios en ruinas en los que se cultivaban los tomates.

Tendrían que pasar muchos años hasta olvidarse del horror de los francotiradores disparando a los que despedían a los muertos, y en la imaginación, en vez de gotas de lluvia, seguían cayendo del cielo bombas.

El autor de Cuentos con mecanismo de relojería escribe con mirada inquebrantable sobre la brutalidad y la inutilidad de la guerra. Por su estilo narrativo conciso, una prosa tensa y fragmentada, se le ha comparado alguna vez con Hemingway, que supo interpretar en su tiempo y mejor que nadie la masculinidad tóxica. La jerarquía del relato se construye a partir de la propia de las cosas que surgen de las situaciones límite: guerra, alcohol, poesía, amor y guerra otra vez. De su escritura fluyen poderosas imágenes turbulentas que se mezclan con la evocación del tiempo robado de la adolescencia de un país aparentemente feliz que desemboca en una espiral de violencia étnica que hace añicos la voluntad humana: el recuerdo amargo de los soldados que procedían de un medio urbano y combatían en aldeas que ninguno de ellos antes habían pisado.

El horror reside en cada célula del cuerpo de los jóvenes de una generación destrozada.