Creta es un territorio tan mítico que el hombre no ha sido capaz de recordar el nombre de sus dioses. La civilización minoica, la primera que desarrolló espacios urbanos en el Mediterráneo, desapareció siglos antes de que las murallas de Troya se tambalearan ante la lanza de Aquiles. Vivió su máximo esplendor en el siglo XVIII a.C. Cuando el resto de Europa salía de las cavernas, en Creta ya se construían palacios con patios coloridos, se practicaban deportes junto a toros bravos, se esculpían figurillas en marfil y se realizaba el mayor de los prodigios: encerrar a la bestia en un laberinto.

La carretera que comunica Heraclión con Mátala combina tramos de autovía con carreteras abandonadas. Atraviesa la isla de un punto a otro, en cuyos extremos se identifica el mismo mar. Al norte, Creta mira con recelo hacia el volcán de Tera, en otro tiempo causante de su devastación. Hacia el sur, los pescadores afilan los ojos intentando ver las costas egipcias, no tan distantes. Durante el período minoico, el palacio de Cnosos y el de Festos resultaban los mayores ejemplos de una civilización que dio luz al mundo. Hoy, Heraclión es una ciudad portuaria de perfil veneciano que recibe la visita de miles de turistas ansiosos de encontrarse con el Minotauro. Mátala es apenas una aldea encaramada al mar donde habitan unas cientos de personas.

Creta ha vivido tiempos mejores. Considerada una de las regiones más pobres de Grecia, tiene la suficiente personalidad para huir de los estereotipos que afectan al griego. Ascendiendo el monte Ida, el punto más alto de la isla y desde donde se puede ver el volcán de Tera en los días claros, sintonizamos radios árabes e israelíes, señal de que el lugar sigue siendo una encrucijada comercial en el Mediterráneo Oriental. Lo supieron los comerciantes micénicos e hititas, que vendían y compraban utensilios cerámicos; y los egipcios, que contrataron una pléyade de pintores minoicos para decorar sus palacios en Avaris, en la desembocadura del Nilo. Por saberlo, hasta Hitler tomó conciencia de la importancia de Creta cuando la invadió en 1941 con miles de paracaidistas, ante la atenta mirada de Leigh Fermor, un joven soldado británico que tras recorrer la geografía cretense, fusil en mano, se quedó a vivir en sus tierra, escribiendo las mejores descripciones que nadie ha hecho de la isla.

Nuestro objetivo era visitar el palacio de Festos. El día anterior habíamos pasado horas en las calles abarrotadas de turistas del palacio Cnosos. Más cercano a un parque temático que una excavación, el arqueólogo sir Arthur Evans descubrió el mundo minoico en esa colina. Fue allí donde el mito del Minotauro cobró forma. A medio camino entre la decepción y la emoción, visitamos el Megarón y el patio central, cuyas edificaciones reconstruidas piden clemencia ante el juicio demasiado severo de todo aquel que haya leído un libro sobre Grecia. Pero el museo arqueológico de Heraclión es de paso obligado y reconcilia al amante de la historia con el Minotauro. Allí se conservan los frescos más hermosos que jamás he visto, tal vez junto a los de Pompeya, aunque el azul de Minos se pintó diecisiete siglos antes. «La parisina» es el caso más celebrado. Se trata del retrato de perfil de una mujer minoica. Su tez es blanca y tiene los labios coloreados. Es de una belleza altiva y viste una túnica blanca con corpiño, como una de esas atractivas mujeres que el ideario común asocia con el París del art déco.

Pero Festos tiene todo lo que le falta a Cnosos. Sus dimensiones son más pequeñas. También es menos espectacular. La accidentada carretera, su lejanía y el desconocimiento general de su existencia provocaron que caminásemos solos durante horas por un palacio que mira hacia el mar del sur. Allí descubrimos un pavimento apenas pisoteado, nos sentamos en las escaleras rituales que daban acceso al Megarón y nos confundimos, entre olivos y el frescor marino, con las sombras que proyectaban las ruinas, alzadas con discreción y sin aires de grandilocuencia. La esencia de la cultura minoica se encierra en aquel rincón a unos kilómetros de Mátala.

El resto del viaje es puro hedonismo. Creta es capaz de sacar lo mejor que la historia tiene reservado. Rebosa de playas cristalinas donde la arena es una alfombra persa. Elafonisi es tal vez el lugar más cercano al paraíso en donde el viajero pueda estar. Al oeste, tras recorrer una carretera de un único sentido llena de cruces ortodoxas y ganado suelto, se llega a un acantilado solitario donde uno jura haberse bañado las horas suficientes para convertirse en Poseidón.

También es veneciana Creta. Las ciudades de Retino y La Canea, al norte, son dos ejemplos de cómo los tentáculos venecianos imitaron pequeñas San Marcos a miles de kilómetros. Son dos lugares discretos pero coloridos, donde sirven café helado y se come pescado de primera calidad. Bahías defensivas por donde el viajero camina sin prisa. En Creta no hay horarios. Nunca los ha habido. Hoy seguimos sin saber por qué la civilización minoica se fue al traste, pero no se dejen engañar. Aún vive entre nosotros. Y no necesitan murallas, salvo en los meses de verano.