Cuando el pasado junio Maxi Caballero (Bullas, 1992) se enteró de que le habían concedido la beca Fulbright y de que podría irse a Nueva York en agosto para seguir formándose en el jazz, tuvo un emocionante y frenético flashback. «De repente pasó todo. Como cuando te mueres», asegura.

Su primera guitarra, cuando tenía catorce años. Aquella banda de rock. Ensayos en el sótano de un amigo. El descubrimiento del jazz en la Escuela de Música Moderna. Primeros conciertos. El autobús a Pamplona, el paisaje norteño, tres años en el Conservatorio Superior de Música de Navarra. Armonías. Arpegios. Conciertos. El último curso de carrera en el Conservatori del Liceu de Barcelona y unas gafas redondeadas, y la barba y el pelo, leonino. Y, de nuevo, el pueblo. Bullas. Dudas. Conciertos. Decisiones. El retiro en el campo. Su disco debut. La ambición americana. La selección en Queens College, City University of New York. Y la beca: el sustento económico para cumplir su sueño. «Todo un poco locura».

Es una mañana de principios de julio en la terraza de una cafetería céntrica de Bullas. Bajo la sombra del toldo, Maxi Caballero desayuna un zumo de naranja, una tostada con aceite y tomate, y conversa. Lleva una camiseta blanca con el estampado del símbolo de Air Force One. «Para ir metiéndome en el rollo», dice riendo.

En abril viajó a Nueva York por segunda vez en su vida. Cuando el agente fronterizo le vio en el aeropuerto con su guitarra, le paró y le dijo: «‘¡Oh, eres músico de jazz! ¿Qué tipo de temas tocas?’. Me preguntaba alguien que entiende y valora. La escena musical ha empapado la población de Nueva York durante años», afirma. Después fue a Queens College y tocó delante de un jurado. Se jugaba entrar al Master in Jazz Performance en una exigente selección en la que solo escogerían a tres. Le dijeron que sí. Y también, en junio, le dijeron que sí a la beca Fulbright. Y el círculo se cerró.

La beca

En 1946, el senador americano James Williams Fulbright creó el programa de ayudas para jóvenes que se ha convertido en uno de los más prestigiosos a nivel internacional. Nació con un espíritu de hermanamiento después de la Segunda Guerra Mundial, y por eso facilita el intercambio entre estudiantes de Estados Unidos y de más de 160 países. La han gozado 59 premios Nobel, 82 premios Pulitzer y ahora Maxi Caballero. Su beca es una de las once que se otorgan para estudios de máster en colaboración con el Ministerio de Educación de España, con un estipendio mensual de 2.200 euros.

«En la carta que tuve que escribir para solicitarla dije que Nueva York es la cuna del jazz que hoy conocemos y que yo necesitaba y debía vivir allí un tiempo», dice. De esa necesidad se dio cuenta en noviembre de 2016, cuando viajó por primera vez en su vida a la Gran Manzana para visitar a su amigo y saxofonista Dani Juárez. «Allí decidí dos cosas. Tenía que volver. Tenía que grabar mi disco». Ambas, en el verano de 2018, ya son realidad. Tiene fecha para su viaje -la próxima semana empieza el máster, que durará dos cursos- y en abril lanzó I could see for miles, su primer álbum. Jazz contemporáneo.

El jazz

«Yo descubrí el jazz de casualidad a los 14 años. Los profesores de la Escuela de Música Moderna dijeron que la única forma de avanzar en profundidad con nuestros instrumentos era acercándonos poco a poco y paulatinamente al jazz», recuerda.

Maxi da unos sorbos a su zumo y, entonces, se hace un ‘solo’ de la historia del jazz entre el guirigay de las mesas vecinas: de Nueva Orleans y los esclavos negros, al Chicago y al Nueva York de las big bands de los años veinte. Y de esa edad dorada del jazz al bebop. El músico como artista. Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Miles Davis, Coltrane. Pequeños garitos. Tocar con libertad. Más improvisación. Largos solos enrevesados y complejos.

¿Y qué hay de todo eso en lo que hace Maxi? «Yo hago la música como nace. Sin pensar que aquí estoy cogiendo este elemento más roquero o electrónico. Yo fusiono el jazz con todo. Meto en una batidora todos los estilos que me han gustado. Como en un popurrí. Como en un mix. Ese es el camino que está siguiendo el jazz contemporáneo, es su evolución natural: pasa a ser más un concepto que un estilo», explica. ¿Pero suena a jazz? «Si a alguien le suena es por el concepto de la improvisación y la interactuación entre los instrumentos. Pero yo no cojo unos recursos específicos para que suene a los patrones del jazz. Eso no está en mi disco. Ni en mi música», afirma.

El retiro

Cuando en 2016 dio un concierto-recital con su proyecto Maxi Caballero Quartet como trabajo fin de estudios en el Liceu de Barcelona, en esa música ya estaba el germen de I could see for miles. Pero Maxi no se encontraba lo suficientemente convencido como para grabar. «Quedaba mucho que pensar. Si hubiera parado ahí, ese disco no hubiera tenido la sonoridad que tiene hoy. Era cuestión de tiempo», señala.

Regresó a Bullas y se dedicó a componer; a dar clases particulares de guitarra en su casa, también en Murcia, y como profesor de Teoría Musical y Armonía en la Escuela de Rock en la Universidad Miguel Hernández de Elche; a descubrir nuevos caminos y músicos, como Olivier Boge, Matthew Stevens, Bon Iver, Sufjan Stevens; a actuar en festivales como La Mar de Músicas, y a ganar algunos, como el Certamen Internacional de Jazz Joven de Talavera de la Reina en 2016 o, el pasado 13 de julio, el primer premio en el Festival Portón del Jazz de Alhaurín de la Torre; a bosquejar su proyecto de disco con Jesús Caparrós, bajista, y Alfonso de Miguel, baterista, ambos también bulleros, compañeros de viaje desde que se repartieron los instrumentos en el pasillo del instituto Los Cantos de Bullas allá por 2007, cuando comenzaron a rocanrolear en el sótano de Alfonso con 14 años, a estudiar jazz en la recién fundada Escuela de Música Moderna de su pueblo, a tener claro que no querían otra cosa que se saliese de la música.

Con ellos dos, y también con Jorge Castañeda al piano, Maxi Caballero ha conseguido reunir en su primer álbum un elenco de siete piezas. Cada una, excepto Opening, supera los cinco minutos. Algunos títulos son enigmáticos: Haiku, Yanna, Voynich, Untitled #1. «En algún momento hubiese querido llamar a los temas 1, 2, 3, etc., porque al ponerle un nombre estás condicionando al espectador, a qué tipo de paisaje sonoro le vas a llevar», opina. Esa es la razón por la que a Maxi le costó tanto decidir cómo iba a llamar al disco: «No quería que describiese nada. Quería que fuese simplemente la pequeña pincelada bajo el cuadro». Y es que I could see for miles es un «viaje interior». «Subir a lo alto de una montaña y poder ver por millas después de mucho esfuerzo, de crecer como persona», explica.

Para terminar de componerlo tuvo que retirarse lejos del mundanal ruido. En el verano de 2017, la familia de Maxi le dijo: «Sea como sea, esto tienes que grabarlo. Pon fecha». Y Maxi llamó al estudio de grabación. Diciembre fue el mes elegido. «Decidí irme al campo. Sin ninguna incidencia externa nada más que las montañas y las ardillas que venían a comerse la ropa», recuerda. ¿Se le hacía cuesta arriba estar aislado? «Al principio tenía muchas ideas, muchas canciones, muchos proyectos. Pero había semanas en las que estaba estancado. Estás allí. Son las cinco de la tarde. Y es de noche. Y no se oye nada afuera. A esas horas hay mucha vida en el pueblo. En el campo tienes mayor libertad, aunque creas una pequeña celda. Si hubiera estado allí más tiempo hubiese acabado agobiándome más. Iba mucho mi novia y nos apoyábamos mutuamente», explica.

Y llegó diciembre. Y lo que tanto había trabajado desde su casita rural en un paraje a las afueras de Bullas, se estaba grabando al fin a bastantes millas, en Mecca Reccording Studio, en Oiartzun, un pueblo de San Sebastián. Semanas intensas que se mezclaban con la Navidad, el frío; que cerraban un proyecto con mucha carga emocional; que abrían una nueva etapa: Nueva York.

El sol llega a su cenit. La puerta de la cafetería, cuando se abre, chirría con un sonido metálico, casi como una trompeta con sordina. Una brizna de aire alborota la frondosa cabellera de Maxi. Maxi Caballero. Quien, versionando a Sting, pronto se verá canturreando por las anchas avenidas eso de: ‘Soy un murciano in New York’. De momento aquí, en Bullas, en el café, en esta mañana de calor mediterráneo, sus pensamientos, quién sabe, improvisan acaso una melodía trasatlántica.