Hay lugares que recuerdan más al tiempo que al espacio. Pompeya es un lugar en el tiempo, un intervalo de pasado hecho ruina. El tiempo de las ruinas no puede cuantificarse: pertenece al arte, es un tiempo artístico. Lo primero que nos llama la atención cuando contemplamos las ruinas de Pompeya es la pérdida de funcionalidad, qué era esto y para qué servía, cómo estaba distribuida esta plaza, esta casa o este templo. Cómo se organizaba la vida cotidiana de la ciudad. Para ello, hay que pensar las ruinas como lugares que encierran un momento de verdad, vestigios que nos cuentan lo que fue y lo que pudo haber sido. Pensar la ruinas es un ejercicio que nos habla de la destrucción y de la catástrofe tanto como de la necesidad de dotar de orden, funcionalidad y significado los fragmentos dispersos.

Aunque la historia de Pompeya es bien conocida, la visita a sus ruinas resulta reveladora. Casi intacta bajo las cenizas volcánicas, debió ser un ejemplo urbanístico en el siglo 79 d.C., un prototipo de ciudad moderna y comercial: casas de comida preparada, negocios de alquiler de carros, calzadas que canalizan el agua; el foro más grande de todas las ciudades itálicas, organizado en torno a dos plantas de arcadas continuas que creaban un espacio único, porticado, bajo cuya hilera de arcos sucedían los acontecimientos más importantes de la vida social, política y económica de la ciudad.

La arquitectura y el urbanismo nos hablan de la relación que cada sociedad establece entre los diferentes sistemas de poder que estructuran su vida: el poder religioso, político y económico. La sociedad romana, heredera de la griega, coloca en el centro neurálgico de esta compleja relación el foro o ágora, la plaza principal, espacio público de relación social que cohesiona estos poderes, lugar de encuentro entre la ciudadanía y los centros de poder. Así, el pórtico del foro servía de intermediario entre los edificios públicos y la plaza, por él se podía pasear y acceder al Capitolio, al santuario de los Lares (divinidades que protegen la ciudad), a los templos de Vespasiano y Apolo, a la casa de reunión del Senado y los magistrados, al despacho de los ediles y archivos de la ciudad, a la enorme Basílica y a la Mensa Ponderaria, lugar de medidas y almacenes destinados a la venta del trigo. En definitiva, pura democracia arquitectónica. Ejemplo urbanístico de cómo canalizar los centros del poder hacia el lugar de reunión de la ciudadanía.

Qué representa esta ciudad en el Imperio es un tema interesante a debatir. Probablemente fuera un centro comercial neurálgico por su cercanía al mar y a Roma, capital del imperio, pero probablemente fuera también el lugar de ocio y recreo de comerciantes y clase patricia, una especie de Saint-Tropez, cuenta Mary Beard, experta en el mundo romano (Príncipe de Asturias en Ciencias Sociales en 2016), en su magnifico ensayo Pompeya. Historia y leyenda de una ciudad romana. Por cierto, por el número de lupanares en funcionamiento, dicen los guías turísticos que unos veinticuatro, da que pensar que las mujeres pompeyanas sólo tenían dos posibles oficios: o se nacía patricia o se ejercía de hetera.

Así como cabe discutir el final de otras ciudades épicas (Troya, por ejemplo), el de Pompeya está claro. Las cenizas del Vesubio encapsularon la ciudad en el tiempo. Hoy la naturaleza, cubre sus piedras y los alrededores son una tranquila imagen de paisaje mediterráneo: altos pinos, verdes parras, recios olivos, tierra fértil que intuye el mar.

Quizás sean las ruinas el paisaje que más se asemeja al estado de conciencia que conocemos como melancolía. Hay un famoso grabado de Durero llamando así, Melancolía. En él un ángel observa una serie de objetos sin aparente conexión entre sí. Un reloj de arena y una balanza que representan a Saturno, aluden sin duda al tiempo. Pero a un tiempo cuyos objetos permanecen fragmentados y dispersos. La melancolía se origina con la pérdida de sentido, con la ausencia de significado. Son varias las alusiones a la figura del ángel y las ruinas en la pintura. El Ángelus Novus, el famoso cuadro de Paul Klee, que inspiró a Walter Benjamin su tesis IX sobre filosofía de la historia. En él, un ángel ve enredadas sus alas en un huracán que le impele hacia el futuro, pero tiene su rostro vuelto al pasado contemplando las ruinas que se amontonan detrás.

Es clara la conexión entre ruinas y romanticismo, esos paisajes plagados de tiempo artístico que invitaban a los románticos a huir del propio tiempo e imaginar otros mundos posibles más épicos o más heroicos. Las casas deshabitadas y abandonadas, los castillos desiertos, los palacios desgastados por el paso del tiempo, los barcos hundidos... Todos vestigios del pasado, del tiempo detenido, pura performance del tiempo artístico. Interpretadas así, las ruinas se nos presentan como fragmentos inconexos, piezas sueltas de un posible relato que nos invitan a recomponer. Por esta razón incitan a la nostalgia y a la imaginación. Es el mismo sentimiento de vacío el que uno experimentan ante las ruinas y ante las fotografías antiguas. Paseando por Nápoles, junto a la vía Toledo, se vendía a la puerta de una librería, una maleta repleta de fotografías antiguas de personas que posaban ante la cámara mostrando su felicidad: con amigos, en reuniones familiares, en la playa, una boda, comiendo en el campo, fotografías en blanco y negro, cinco-por-un-euro, momentos felices de otras vidas que jamás comprenderemos, momentos sin relato, instantes de felicidad sin tiempo, detenidos y sustraídos al relato temporal de la comprensión, fantasmagorías...

Finamente, hay algo en el paisaje de las ruinas que sobrecoge y nunca podemos explicar: la quietud del paisaje, su autismo, el silencio en su estado más puro. Puede ser que los lugares ahistóricos sean mudos y solo hablen desde su plasticidad, desde la incomprensión, lugares donde la durabilidad es contemplada a través de un intervalo de silencio. Puede ser que el tiempo artístico carezca de sonoridad. En Pompeya todo parece en calma, todo descansa. A la salida del recinto la escultura de un enorme guerrero parece vigilar el sueño dormido de las piedras, velar su silencio. Como el Ángel de Paul Klee, de espaldas a las ruinas y en silencio contemplando la catástrofe. Un silencio que nos habla de la necesidad de construir un relato que, lamentablemente, siempre acaba siendo el de los vencedores.

El problema es que ellos olvidan contar la historia en todo lo que tiene de sufrimiento, de momento fallido y de fracaso. Hay que volver a pensar el paisaje de la derrota, la catástrofe y sus ruinas. Revisar los relatos y volver a pensar aquello que en la historia no se ha cumplido, los sueños y anhelos de la humanidad que se quedaron por el camino. Las ruinas de Pompeya representa este intervalo de tiempo artístico y de silencio, como la maleta de las fotografías que encontré caminando por Nápoles, que nos hace comprender que la nostalgia es también un sentimiento mudo, un fantasma que habita el deshabitado palacio de nuestra memoria, las habitaciones emocionales que se nos han ido quedando vacías tras la pérdida de los seres queridos y cómo dotar de significado a los restos mudos de esta pérdida.