En Venecia, la distancia más corta entre dos puntos no es la línea recta, sino el zig-zag. Las góndolas y los puentes constituyen el elemento móvil que permite recorrer la ciudad bajo esta peculiaridad geométrica. Propiamente no hay una sola Venecia, sino 118 islas unidas por cuatrocientos y pico puentes. Esta diseminación cartográfica tiene su correlato en el tiempo, en la literatura y hasta en el inconsciente colectivo.

Sin duda, hay una Venecia en cada estación del año y todas son distintas. Pero también la ciudad es distinta al amanecer y en el crepúsculo, con sus luces irisadas como los mosaicos bizantinos de San Marcos. Hay una Venecia Oriental y otra Occidental. Y, por supuesto, está la ciudad de Shakespeare -El Mercader de Venecia y Otelo-, Byron, Proust, Thomas Mann, Joseph Brodsky, Marco Polo, Casanova y el Corto Maltés. La Venecia de la masonería y del barrio de Cannaregio, el primer ghetto judío en Europa, en dónde curiosamente se encuentra también la tumba de Wagner.

Hay, pues, tantas Venecias como relatos, como personas que la transitan, como fotografías que los turistas hacen al cabo del día y que esta gran economía flotante de lo visible es capaz de soportar. Tal vez, las incontables imágenes que la ciudad arroja al viajero y que este recoge sin descanso -un puente, un reflejo, una góndola, el palacio, el canal, el pozo, la iglesia y la plaza...- constituyan fractales que repiten a diferentes escalas el todo visual que es la ciudad. Cuenta Italo Calvino en un libro que es todo un continente, Las ciudades invisibles, que una noche intrigado el Kublai Kahn, rey de los tártaros, pregunta a su embajador de ciudades y descubridor de mundos, el mercader veneciano Marco Polo, por qué nunca le hablaba de su ciudad natal, y que Marco Polo bajó los ojos y, pensativo, le respondió:

- Cada vez que describo una ciudad te digo algo de Venecia.

- Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia cuando te pregunto por Venecia.

- Para distinguir las cualidades de las otras, he de partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia.

La Venecia implícita de Marco Polo probablemente sólo existía en su infancia y la anduvo buscando en todas y cada una de las maravillosas ciudades que visitó. Y, tal vez, Italo Calvino escribió su libro Las ciudades invisibles -un atlas de ciudades de cartografías fabulosas- para recrear la existencia de una Venecia tan real, como imposibles y fascinantes son las ciudades que narra en su libro.

A mí me gusta recomendar la visita a Venecia en invierno, cuando las hordas de turistas disminuyen y es posible pasear por la plaza de San Marcos a las 12 de la noche casi en solitario, eso sí, con dos grados bajo cero. Pero nadie dijo que la belleza de Venecia fuera cálida. Al contrario, el frío húmedo, el olor a algas heladas y la niebla, encapsulan la belleza de esta ciudad en el tiempo. No en vano, Joseph Brodsky reivindicó una Venecia invernal y así la inmortalizó en su libro Marca de agua, en donde narra los diecisiete inviernos en los que la visitó hasta su muerte, para sentir los colores del frío y curar su espíritu a través de la belleza. Pidió ser enterrado en el histórico cementerio de San Michele, junto a otros grandes famosos como el matemático y físico Christian Doppler, el poeta y crítico Ezra Pound, el compositor Ígor Stravinski, el bailarín ruso Serguéi Diáguilev o el pintor Emilio Vedova. Reposar hoy en Venecia es algo que sólo pueden hacer unos cuantos privilegiados. El consistorio acaba de sacar a subasta tumbas por el módico precio de 250.000 euros, es lo que vale descansar en la ciudad más bella del mundo, junto a los grandes genios.

Hay que saltar de la literatura a la pintura para apreciar plásticamente los colores del frío. Nadie como el pintor inglés Turner plasmó la atmósfera de sus inviernos gélidos. Cuentan los biógrafos que Turner hizo sólo tres viajes cortos a Venecia y que quedó fascinado con sus luces acuosas y sus paisajes brumosos y la inmortalizó en una serie de acuarelas, de cielos y atmósferas densas que diluyen las formas y los paisajes.

En las acuarelas del genial pintor inglés, Venecia es una mancha que flota diminuta en medio de una atmósfera grandiosa y una vasta extensión que es la laguna. Tal vez nadie vio el cielo y las atmósferas brumosas hasta que llegó Turner y las pintó, y descubrió una Venecia en invierno que se despierta soñolienta y deja entrever sus iglesias y sus campanarios entre cielos nebulosamente blancos heridos por la luz. Dicen los críticos de arte de las acuarelas de Turner que solo tienen un tema: el clima. Pero esta interpretación es simple. Hay un más allá en la obra de Turner, se trata de una experiencia compleja del paisaje, de un conocimiento nuevo de los sensible. En la acuarelas de Turner descubrimos otras formas de conocimiento y saber, no centradas en la preeminencia de lo visual. Un conocimiento que se opone al ocularcentrismo de la fotografía y que se sitúa más allá de aquello que reproduce obscenamente todo lo visible. Turner, como todos los pintores de su época, tuvieron que batallar contra la aparición de la fotografía como medio de expresión artística y lo hizo ocultando el paisaje y todo los visible bajos formas nuevas de abstracción. En la serie de acuarelas de Turner sobre Venecia se encuentra el origen del arte abstracto.

Hoy, probablemente, no hay ninguna ciudad en el mundo más fotografiada que Venecia, ciudad de relatos y gramáticas que repitan a diferentes escalas, como variaciones de un mismo tema, formas algorítmicas de la belleza que el ojo del turista captura en su teléfono, tablet o cámara fotográfica con el fin de atesorar todo ese capital visual, guardarlo y almacenarlo para modelar con él la identidad de los recuerdos. Como si la experiencia visual fuera lo ontológico del viaje, aquello que nos define y nos identifica, lo que da sentido a todo el trayecto. Porque en Venecia el turista no siente más que con los ojos y hay que hacer un esfuerzo muy grande para aproximarse a ella desde otras formas de conocimiento. Tal vez la memoria vaya camino de ser un conjunto de selfies que nos identifican. Yo estuve allí, vi y... poco más. Practicar el lugar y el momento para definir la identidad. Y en eso la ciudad de los canales no tiene rival, su belleza permite al turista acumular un gran capital visual, exhibir una identidad de lujo. Porque la ciudad de los canales, aunque se hunda, permanecerá como un bello espacio físico reinventado en un enorme objetivo fotográfico.