Aconsejaba Cecil B. DeMille, el rey Midas del Hollywood fastuoso, que una película debía empezar con un terremoto e ir in crescendo. Tras una sucinta secuencia prologal, el primer capítulo de El dolor de los demás se abre con una frase de temblor sísmico: «Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco». A partir de esa declaración, que en otras manos habría desembocado en un thriller psicológico de tintes truculentos, Miguel Ángel Hernández construye una novela visceral y reflexiva, a la vez un autorretrato fragmentario y un retablo coral.

El escritor sabe que la recreación de un suceso traumático no está exenta de riesgos. Por eso, desde las páginas iniciales, el trasunto autorial duda sobre la pertinencia de confeccionar una novela alejada de los intereses de sus anteriores obras, centradas en «los límites de la representación y la memoria de las imágenes». Sin embargo, aunque la proximidad geográfica y vital de El dolor de los demás contrasta con la exploración artística y la ambientación internacional de Intento de escapada y El instante de peligro, la última entrega de Miguel Ángel Hernández no resulta en absoluto ajena a la preocupación sobre las fronteras de lo representable. Así, la fotografía de la cubierta y los fotogramas que reproducen, a modo de flashbacks, el transcurso de aquella fatídica Nochebuena, desempeñan una función estructural que va más allá de la ilustración retórica. En buena medida, el principio de incertidumbre que guía El dolor de los demás cabe en el encuadre de una imagen doméstica.

En todo caso, al margen de las exigencias de una acción basada en hechos reales, el autor interpela a los lectores con dos preguntas: quién es el protagonista real de la novela y en qué subgénero literario se enmarca. En cuanto a lo primero, asistimos a un curioso juego de dobles identidades que se va desplegando a medida que avanza la trama: Nicolás es un asesino, pero también el amigo de infancia del narrador; Rosi, la hermana de aquel, es una víctima, pero también una chica de apabullante normalidad; y el propio narrador es un intelectual cosmopolita, pero también un producto de la huerta murciana en la que creció. De este modo, el «caso» dota de densidad dramática a sujetos que parecían destinados a perpetuar el modo de vida de sus ancestros. En cuanto al género literario, Miguel Ángel Hernández flirtea con la investigación detectivesca, con la crónica negra, con la novela-reportaje -que va «haciéndose» conforme el protagonista recaba información, en sintonía con el modelo de Soldados de Salamina- y con la autoficción. No obstante, incumple metódicamente las normas de todos estos nichos genéricos: desde el comienzo sabemos quién es la víctima y quién es el culpable, la sospecha de la verdad no conduce a ninguna catarsis reveladora y el placer adictivo de la narración trasciende la perspectiva egotista de la autobiografía. Quizá lo más acertado sea definir El dolor de los demás como una novela de formación retrospectiva, pues el gran logro del escritor maduro reside en reconciliarse con su alter ego juvenil y, por extensión, con el universo telúrico y familiar al que pertenece. Desde ese punto de vista, estamos ante una elegía por un mundo en peligro de extinción: el de una huerta que lucha por preservar su idiosincrasia mediante la pervivencia de algunas costumbres rituales y el simulacro de una vida social organizada alrededor de ciertos bares con denominación de origen y cortinas de macarrón.

En suma, El dolor de los demás confirma las cualidades que definían las anteriores novelas del autor (los azares austerianos, la introspección incompasiva, la meditación metaliteraria), al tiempo que añade una apasionante historia privada y colectiva que aún exhibe sus heridas en carne viva. Con este espléndido libro, Miguel Ángel Hernández demuestra que es posible salir a flote tras haberse sumergido en el dolor de los demás.