Autorretrato frente al espejo

Hemos trabajado en una parte tan solo del riquísimo archivo del maestro fotógrafo Ángel Fernández Saura; sesenta y cuatro retratos de otros tantos personajes con importancia en lo social y artístico, prioritariamente en los felices años 80. Faltaba el colofón, este autorretrato del artista que cierra una experiencia y una muestra de su capacidad ante ese misterio que es la figura humana y la recreación en su imagen. Todos conocemos al autor, todos sabemos de sus capacidades; algunos hemos escrito de él, yo mismo de su mirada en general, al mundo que nos rodea, inmóvil o en movimiento, silente o sonoro; hemos escudriñado su silencio que a veces llega a ser filosofía permanente en reflexión ante el instante. Pero el retrato en sí, es otra cosa. Y me gustaría pensar en ello en las próximas líneas.

El retrato, ese espejo perdurable con que el arte -en este caso la fotografía, que también lo es- obsequia a algunas personas, es también el resultado de una cantera de exploraciones y hallazgos sobre la que Ángel F. Saura realiza la certidumbre sobre la existencia de una serie de mundos, que, en última instancia, son uno solo; el del hombre -seamos como se debe ser- y el de la mujer. El tratamiento también importa, la devolución de la mirada al personaje que fija sus ojos en el objetivo inédito; los fondos neutros que el artista busca a veces, compuestos, otras, geométricos y grises los más. De todos estos mundos, de la gran serie de presencias inmediatas desde las que el fotógrafo realiza sus tareas y en las que reúne sus grandes cosechas de imágenes, es, sin duda, ese museo viviente de la Murcia artística su vecindad predilecta. Si hay una evidencia que extraer del análisis global de la obra de Saura ésta es, sin duda alguna, la claridad con la que ha sabido ver el amplio abanico de sus personajes ante su cámara.

Nadie puede ya descubrir a Saura; si acaso, reconocer sus méritos, poner atención a los elementos de su historial: exposiciones, viajes, colecciones, ediciones, paisajes, figuras de este y otros continentes, desnudos en lo oscuro -que diría Benedetti-, sabiduría y magisterio. Pero en él existe también la anécdota, léase cuando ante sus ojos brillaron las pinturas rupestres de la sima de la Sarreta, en 1973, en Cieza, y se dieron a conocer para el patrimonio, o aquella otra ocasión, en el 76, que le aparecieron cuatro cuadros de Ribera, en Mula, de destino y paradero desconocido. Saura fue becado de la UNESCO en aquel tiempo.

El espejo, esa luz de todos los días, que nos descubre arrugas y cicatrices de la vida, nos ha entregado a Saura intacto, diáfano, tal como se dibuja en el grabado; al revés para una estampación perfecta; esencia de arte y su técnica. Saura nos mira.

¿Querrá decirnos algo que no sepamos? Solo él y nadie más que él conoce el misterio de su interior; nosotros hemos paladeado sus frutos.