Tanto tiempo atrás dejándonos caer en la inexistencia de un tiempo pasado, como si fuera un sueño del que jamás hubiéramos tenido la capacidad o el valor de despertar. En un lugar oscuro, en algún lugar donde siempre van a quedarse anclados nuestros actos, sin embargo siempre rechazamos que el giro de las cosas nunca vaya a postrarse delante de nuestros ojos.

El vacío, la soledad. Y también, aquella extraña sensación de llevar alguien constantemente al lado. Se cierran solas las ventanas y donde había luz nos envuelve la oscuridad. No estamos solos como la mayoría del tiempo pensamos. Seguimos mirando detrás de cada rincón, esperando ese arduo momento en que algo, una sombra, un susurro, o tal vez la vanidad del viento nos reconduzca de nuevo hacia el lugar donde somos vencidos por nuestros miedos. Aunque también he de decir, que a veces, la propia casualidad de encontrarse en el lugar inapropiado, en el momento menos indicado, puede llegar a dormir para siempre a nuestro lado.

Aquel incendio en el antiguo psiquiátrico de Taylor Hill, en 1890, aun calaba en la intranquilidad de las personas que un siglo después sentía el desasosiego y el dolor engendrado en el vientre diabólico de aquellos días. Un suceso sin explicación, al parecer un accidente como tantos otros, sin embargo, concebir desde entonces un sentimiento de paz en aquel lugar era imposible.

Daniel Reis había vivido desde siempre en el mismo lugar. Buscando una razón para dejar de lado todos aquellos fenómenos que desde niño auguraban su perpetua intranquilidad.

¿Quién debe pagar la vanidad, la codicia o simplemente la curiosidad?

Sus noches, lejos de ser un remanso de paz eran una continua tortura en las que se sentía más cerca de la locura que la cordura, y así intentaba cerrar los ojos en un cuarto oscuro, para poder acallar las voces que dominaban su mente y también su alma.

Su frustración mezclada con un poco de rabia, pues ningún familiar suyo le acompañaba en esta experiencia que solo a él le había tocado vivir y de poco o nada servía gritar envuelto en sudor en mitad del crepúsculo. A veces, incluso, ni siquiera daba muestras de nerviosismo. Tan solo cerraba los ojos y apretaba con fuerza la mandíbula esperando a que Michael callase de nuevo.

Pero otras tantas, el llanto desolaba cada vestigio de su habitación, convirtiendo está en la puerta hacía su infierno más terrorífico y personal.

Una noche de 1974, en pleno invierno. Se levantó de la cama. Todo estaba a oscuras y el silencio era ensordecedor e incluso amenazaba con petrificarse en las paredes de toda la casa. Tan solo el pequeño chirrido de una puerta cerca de donde él dormía podía escucharse en la soledad de la noche. Y a sus espaldas, alguien vigilando sus pasos, controlando todos sus movimientos.

Daniel Reis sabía que su padre le observaba de una forma muy contemplativa, aunque jamás llegó a preguntarle porque vagaba a altas horas de la noche. Y cuando este desaparecía en medio de la confusión. La puerta volvía a emitir ese mismo sonido de antes, solo que esta vez para cerrarse.

Mientras caminaba hacia la puerta de salida siempre tenía el mismo pensamiento. Estaba seguro de que su padre escondía algo que nadie más que él conocía, un secreto familiar tal vez.

Cruzaba con ligeros pasos el bosque y la presencia de Michael parecía acompañarle en aquella solitaria andadura.

— Daniel, tu familia jamás será libre. Tu padre, tu abuelo, tu bisabuelo€ sobretodo este último, los que han muerto duermen en el infierno y los que viven no tendrán tan solo un minuto de paz.

Al oír esto sintió un pequeño escalofrío recorriendo su frágil piel. Puede que aquella voz estuviera en lo cierto. Su padre un día, dejó de hablar, así de repente y tan solo se notaba la llama de la vida en él al verle abrir y cerrar los ojos.

No le dio demasiada importancia, y continuó caminando, como siempre hacía, con una vieja polaroid en la mano, heredada precisamente de su bisabuelo. Aunque aún no la había utilizado.

— Daniel, yo estoy dentro de ti. Ese objetivo fue mi muerte, mi condena a los infiernos. No puedes hacer lo que ha venido haciendo tu familia desde hace más cien años, no puedes ignorar a los muertos, no puedes escapar del mal que os abriga.

A mitad del crepúsculo, Daniel llegó exhausto a las inmediaciones del antiguo psiquiátrico. Tenía pensado en probar la cámara en aquel lugar, y decidió que aquella voz no le haría la vida imposible. Fuera de casa ya no había ventanas que se abrían o cerraban con actividad propia. Nadie le tiraba de los pies mientras dormía golpeándole contra el suelo de madera. Se sentó en una piedra más o menos cómoda y encendió la cámara. No parecía que hubiera imágenes registradas en su interior, y pensó que tal vez algunos de sus antepasados habrían borrado los registros.

De repente sintió un escalofrío envolviéndole.

— Daniel, el diablo ha mantenido viva mi esencia. ¿Sabes lo que es morir infligido por el dolor de que el recuerdo de tu muerte se quedará grabado para siempre? Entra dentro de este lugar y siente aquel sufrimiento que hoy perdura.

Daniel comenzó a atormentarse, su cuerpo tembloroso empezó a sudar sobremanera y hasta tenía la sensación de que algo quemaba el exterior e interior de su cuerpo.

Caminó hasta encontrarse dentro de lo que serían las antiguas habitaciones de los internos, cuando una fuerte brisa amenazó su estabilidad. Y sintió que algo o alguien le empujaban. Pero la voz de Michael, había desaparecido.

Arrastrado por el desconcierto y casi sin ningún esfuerzo acabó frente a una de las celdas. El enrejado describía y al mismo tiempo le hacía partícipe de las condiciones infrahumanas en las que vivían los enfermos. Sacó la linterna de la mochila y apuntó hacia la pared.

Un grito ensordecedor y un estruendo despertaron la calma de aquel lugar maldito cuando Daniel leyó en la pared del fondo el nombre de "Michael". Pero no terminó ahí la cosa. Incrédulo, vio frente a él la figura de un niño, estaba de pie y llevaba una camisa de fuerza oscura, más bien carbonizada.

Sin poder dar crédito a sus visiones y con el alma en vilo. Encendió de nuevo la cámara para dejar constancia de aquel hallazgo, aunque también pensó que podía ser fruto de su imaginación. Miró el registro de las fotografías y de repente, algo que no había visto antes, una secuencia de negativos de ese mismo lugar, seguían un patrón. En esa misma celda, un niño de apenas 15 años de edad moría abrasado por las llamas del incendio sin que nadie hiciera nada por remediarlo, enclaustrado en su camisa de fuerza mientras su piel se reducía a las cenizas, a la nada.

— Tu familia jamás vivirá en paz. Tu bisabuelo no murió en paz, él me sacó estas fotografías, las fotografías de mi muerte.

La sombra no paraba de rodear el cuerpo de Daniel, invadiendo su intimidad.

— ¿Qué pretendes de mí? ¿Eres Michael, verdad?

— Pretendo tu muerte y mi salvación. Me encerraron aquí porque mi madre se volvió loca y fue contando que yo adoraba al diablo. Y ahora que de verdad estoy en el infierno, pido el mismo castigo. Para que pueda salvarse mi alma. Aunque no sé, porque el diablo y yo ahora somos uno, él se alimenta de mi desgracia y yo me alimento de su fuego. Pero el círculo tiene que cerrarse. ¿En serio nunca te has preguntado porque tu abuelo y padre enloquecieron? Ellos no quisieron ver la realidad, les acompañé desde el mismo día de mi muerte y te aseguro que sus vidas fueron y son un martirio. Mira a tu padre, es incapaz de salir de su habitación. Aun teme tropezarse conmigo, con el diablo. Por un tiempo creí que todo estaba perdido, pero entonces naciste tú. Y tu curiosidad, tu valentía€ todo aquello de lo que carecían tus antepasados, tal vez era la llave que siempre estuve esperando.

Daniel cayó de bruces contra el suelo al escuchar la maldición que pesaba sobre su familia y en realidad, y tal como le estaba haciendo ver Michael, sino le hacía caso jamás sería libre. Sollozaba mientras golpeaba el suelo polvoriento con sus manos.

¡Dios!, ¿Qué pretendes que haga? Miró al cielo mientras entonaba esas palabras entre alaridos de dolor y angustia.

Necesito que fotografíes tu muerte€ quema los pecados de tu familia.

Daniel dejó de llorar. La última lágrima cayó sobre el polvo. Entonces lo comprendió todo. Quería que muriese de la misma forma.

Así que aceptó su sentencia. Fijó la polaroid apuntando a su cuerpo entero, programó el disparador y diez segundos más tarde, una instantánea cayó al suelo dando muestras del cuerpo de Daniel ardiendo entre las llamas, mientras se quedaba sin aliento y moría dentro de un infierno que le había acompañado desde el mismo día de su nacimiento.