La llamaban ´la piedra rescullente´. Un templo de la niñez en la cima de ´las cumbres´ del pueblo donde, a falta de muñecas de trapo y parques de atracciones, los niños lugareños se lanzaban por la costera de la roca, con la pendiente de una ladera de montaña. Ellos se rompían los pantalones y ellas, dejando que el vestido emprendiese su vuelo natural durante la caída, hacían lo propio con la ropa interior. Así, cuando llegaban a casa tocaba escuchar las risas cómplices de los padres y las riñas de las madres, que a falta de dinero para sustituir la ropa por prendas nuevas sólo se limitaban a zurcir las prendas, con el blanco propio del jabón natural frotado a mano. Eso sí que era un blanco puro y un olor para el recuerdo.

Lo había escuchado cien mil veces en boca de ´los más mayores´. Por eso, con el entusiasmo propio que cualquier historia provocaba en los terribles cinco años, subió hasta las cumbres con su vecino, uno de las muchas víctimas de aquella época en la que se imponía entre el sexo masculino de menor edad la moda del ´pelo al cazo´, ese estilo que tantos álbumes de fotografía y tantos recuerdos acaparan en los cajones de tantas casas, esos que atrapan el olor de los años. Con él supo por primera vez lo que era esa niñez de pueblo, la del juego en la calle, que tiraba más del invento propio de la puericia y de las aventuras traviesas; más cerca de la rayuela y del escondite que de las consolas y la televisión. Y ya existían, pero los veranos en un pueblo eran otra cosa.

Allí tuvo constancia de lo que era el dolor físico, también por primera vez -al menos que ella recuerde-, al aterrizar con cara de velocidad y con desafortunada puntería sobre una palera, tras deslizarse por la piedra rescullente que tantas ropas había destrozado. Pero no existía el miedo, era la edad de la inocencia, en la que las madres de antes, las que zurcían, eran las abuelas de ahora, que todo lo sanaban. Y allí estaba ella, en su casa, unas calles más abajo, para sacarle las ´pinchas´ de la palera, una a una, con una habilidad magistral, ante su mirada asombrada por su maestría, en el uso de las pinzas de depilar. Se valía para encontrarlas y darles caza de sus gafas de aumento, que le hacían los ojos muchos más grandes, en busca de las últimas y malditas pinchas. Entonces, las monturas eran similares a la que utilizan hoy día los seguidores del rollo hipster, pero te situaban muy lejos del estilo gafapasta. Y el perro se mantenía, mientras tanto, fiel a la sombra de la silla que ella solía ocupar en el patio, al final del callejón en el que tomaba el fresco con las visitas que acudían a su casa, siempre llena de gente. Su abuela todo lo podía.

Después de la siesta sólo quedaba esperar a que el ´primo mayor´ llegara en su vespino naranja, la invitase a subir y la llevase por un recorrido cuesta arriba, cuesta abajo. Así unas cuantas veces. Lo que para los demás era una tontería para ella era la mismísima Ruta 66 a domicilio. Después, cuando se cansaba él -porque ella nunca se hartaba-, dejaba la moto y, cuando apoyaba los menudos pies en el suelo, la cogía con fuerza por la cinturilla del pantalón, obligándola a caminar de puntillas, prácticamente en peso.

El callejón del patio se convertía entonces en la mayor atracción del verano. Todos los primos ´pequeños´, con los cuerpos insertos en sus mejores trajes de baño, se situaban frente a la persiana, esperando el chorro de la manguera encendida que les bañaba, a falta de playa, manejada por la mano ejecutora del ´grande´ o uno de ´los zagales´, lo mismo daba. Y cuanto más picaba y dolía la ducha por la presión del agua, más se divertían. Bendito masoquismo, tan alejado del que impera ahora y que poco tiene que ver con esos ratos tan ´limpios´. Encima, sabían hacer lo que ahora hemos desaprendido: si resbalaban y se caían, se levantaban, y entre risas.

Tampoco faltaron los veranos en los que un pequeño apartamento de La Manga apto para cuatro personas se convertía en el alojamiento de una familia de miembros incontables, así hiciese falta acuartelarse en el balcón, instalados en colchonetas de playa que acaparaban más risas que sueños.

Los veranos, entonces, eran otra cosa. Y la niñez, ni os cuento.