Libre entre ángeles y arcángeles

Es un placer para mí tener otra nueva oportunidad de escribir y decir del pintor José Antonio Molina Sánchez, alma buena y artista extraordinario, de los que hacen historia en un país; Murcia se queda pequeña, sigue siendo, con su nombre y obra, injusta. Su generosidad y talento están a la espera, no se sabe bien de qué, pero a la espera de un renacimiento. Porque reconocimiento y admiración lo tiene todo, se lo cosechó en vida; no necesitó más que su vocación luminosa y su esfuerzo para encontrarse a sí mismo y hacerse un hueco muy personal en el panorama de la pintura española del siglo XX, modernizando las tendencias de la época que le tocó en suerte. Toda la crítica de aquel momento lo dejó escrito: textos de José Hierro, de Camón Aznar, de Enrique Azcoaga, de Campoy, de Viñolas, de Martínez Cerezo, de Moreno Galvan, de Gaya Nuño, de Antonio Oliver y un larguísimo etc... lo explican muy claramente, porque le supieron ver y mirar. El resumen de su valía lo pudimos ver en el Almudí hace un par de años, cuando pudimos, con muchas dificultades, llevar adelante una antológica de su obra que titulamos El ángel expresionista.

Fue un niño murciano de barrio, del de la Trinidad para ser más exactos. Nació cerca del MUBAM, el Museo de BB.AA. Quedó huérfano pronto y se crió con sus tíos y abuelos. En 1952 se casó con su prima Amparo y, sacando pecho y hombría, se fue a la aventura de hacerse un nombre en el arte contemporáneo a Madrid. Vivió de la ilustración porque era un virtuoso del dibujo, ganó las tres medallas de dibujo en las Nacionales de BB.AA. (hasta conseguir la 1ª) y también la 3ª de pintura. Digamos, para los más jóvenes o los poco iniciados, que aquellas exposiciones anuales y concesiones honoríficas tomaban el pulso al arte en España. Todos los reconocidos en estas ocasiones, son la mejor historia plástica del siglo XX en nuestro país.

Fue un artista que buscó unas formas propias, alejado de una clara figuración, jugó con las abstracciones más hermosas; tenía un procedimiento pictórico que algunos conocemos. Manchaba muchas telas al tiempo, con una paleta que, al principio, fue limitada en el color; sepias, grises, sienas, tierras tostada, ligeros amarillos, ocres, etc... Cuando volvía sobre las obras, las volteaba ante su mirada miope y encontraba el total acierto en valorar su expresión, digamos, si quieren, su nueva figuración. Su época en la que viajó a África es una maravilla. Sus ángeles no son más que una preocupación por la figura femenina, que no ansiaba pintar desnuda en una anécdota que podría revestirse de religiosidad solo en apariencia. Murió dejando una herencia a Murcia, su Fundación, con una cesión de cientos de obras. El desencuentro entre la Administración Pública y los responsables de la Fundación son manifiestos. Yo afirmo, sin temor a equivocarme, que no se están cumpliendo las voluntades del maestro a quien, confieso, quise y admiré mucho.