La provocación sonriente

Es cierto que en su obra hay tal ironía de concepto, tal libertad creativa que al espectador le llega esa sonrisa interior que el artista ha puesto al provocar su magia. Antonio Ballester, único hijo del pintor Mariano Ballester y de Monique les Ventes, coleccionista de muñecas y juguetes, es un ser especial. He tenido, en mi adolescencia y primera juventud, la suerte de tratar a esta familia que hizo singular su forma de vivir y su dedicación al arte y a sus aficiones. Luego, con los años, los hemos vivido con cercanía al borde de lo familiar. Mis recuerdos se avivan fácilmente acordándome del caserón del barrio carmelitano de Murcia, en la plaza de Zarandona, hoy plaza Mariano Ballester. Un lugar maravilloso lleno de gatos, juguetes y pintura. Un tórculo para los grabados y un fantasma para las escaleras anchas y las noches de insomnio. Aunque a decir verdad en los último años, el miedo, el susto a lo sobrenatural ya no cabían.

Antonio es un pintor que supo desligarse a tiempo de las influencias paternas conservando parte del humor con el que vivió siempre. Un dibujarte creativo y muy original; fotógrafo de estudio con una gran imaginación en el argumento de sus fotos. La máxima espectacularidad la guarda en la escultura; no hay más que tropezarse con el 'motorista' del Museo de Bellas Artes, de Murcia, o recordar el 'orangután' de la misma época. Antonio siempre sorprendía: en Contraparada 1 el dibujo genial Cada tonto con su silla lo delataba como uno de los artistas más interesantes de aquella actualidad de los 80 que llega hasta hoy. Conservo su colección de serigrafías magníficas: el King Kong, un cartel adelantado en las fechas imposibles para las Fiestas de Primavera; La Virgen de los siete puñales o el Que no quede ni uno, en reacción a una tala desmesurada del ficus de Santo Domingo tan de actualidad. La originalidad es su singladura. Sin duda porque oyó decir a su padre, como yo: «Lo importante en el arte es aportar soluciones nuevas».

Recuerdo a la familia, a Antonio niño, en el Auto de los Reyes Magos, fotografiando al negro de betún, un Baltasar de la huerta; en Mojácar, donde tuvieron casa, siempre a bordo de la DKW que conducía al cincuenta por ciento Monique con el pintor, repartiéndose la ida y la vuelta. Tengo capricho personal con una acuarela que le compré a Antonio, primera que vendía siendo prácticamente un crio: un Paisaje de Mojácar con burrita y todo, por el que me cobró cinco duros. Me satisfacía, me sigue gustando comprar las primeras obras de artistas a los que supongo un brillantísimo porvenir. No me equivoqué con Antonio Ballester.

Nadie discute, ninguna crítica a su brillantez y excelencia, su modernidad (véase su dedicación y entusiasmo por los coches: El Torrente B), sus dibujos al que, en alguna ocasión, le presté animación en video.

Antonio siempre estuvo en vanguardia. De carácter solitario y huidizo, permanentemente resulta atractiva su presencia artística y personal, el misterio en el que nos envuelve siempre, con la trascendente imaginación de sus reflexiones expresionistas.