En la Isla de Fuerteventura, en las Canarias, estuvo desterrado don Miguel de Unamuno. Pero no pudo dejar de escribir. ¿Cómo se puede hacer eso, si se lleva dentro la escritura? Y, el hombre, se las compuso para tener su despacho. Allí, en la plaza del pueblo, lateral a la iglesia insoslayable en toda plaza española. Don Miguel se hizo venir la luz de su izquierda. Para no hacerse sombra con la mano al redactar. Nada de máquina con teclado mecánico. Letra de mano, y tinta negra. Un despacho de aquellos años 20 de su madurez creadora. Un flexo, de hechuras modernistas, Y recado de escribir completo. Incluso el teléfono con su micro y su auricular separado. No olvidemos la silla, con un respaldo pensado para que la espalda no se adhiera, sin perder el sentido del arte. Que no falte el Crucifijo, él que escribió El Cristo de Velázquez, y que tanto sufrió por su fe. Un retrato para que lo vean los visitantes; él lo tendría vuelto hacia sí. Y una madera noble, clara. Sobre la mesa, una carpeta y unos folios llenos de su letra menuda y cursiva, con apenas tachones. Afuera, el sol africano, sobre aquel esqueleto de isla que él tanto amó.