El rugby ha sido siempre un deporte coral en el que quince jugadores de diferentes morfologías que desempeñan roles específicos en el campo se baten en combate con otros quince. La camiseta pertenece al equipo, no al jugador, de ahí que nunca apareciese el nombre del mismo. El jugador es una pieza más del engranaje que hace solo su trabajo, pero todo su trabajo. Y para el jugador es un honor vestir la camiseta en ese partido y compartir campo con sus compañeros. Mucho más cuando se trata de tu selección.

Tanto es así que antes de los grandes partidos se celebra un ritual íntimo dentro del equipo con la llamada ‘entrega de camisetas’. Un jugador de referencia que la haya vestido se la entrega a quien la va a defender en el inminente partido. John Kirwan, uno de los alas más legendarios alas de la historia de los All Blacks, se la entregó en su día a Jonah Lomu y le repitió un axioma que pasa de generación en generación: “Te entrego esta camiseta para que la defiendas con honor y orgullo y se la entregues a tu sucesor en mejor disposición de la que yo te la doy a ti”.

Sin embargo, este pasado fin de semana esa cadena se rompió. Las selecciones de Escocia e Inglaterra, precisamente las dos que disputaron el 27 de marzo de 1871 el primer partido internacional en Raeburn Place, Edimburgo, jugaron sus partidos con los nombres de los jugadores en las camisetas. Algo que no era ajeno a los clubes, pero que sí había sido respetado por las selecciones, con excepciones puntuales.

La profesionalización y el Mundial

Desde 1995, año en que se aprobó la profesionalización del rugby tras el triunfo de la Sudáfrica de Mandela ante Nueva Zelanda, el rugby ha entrado en una espiral de comercialización que está socavando algunas de sus tradiciones y con ello sus valores. Algo que tuvo su punto de inflexión con el nacimiento de la Copa del Mundo, cuya primera edición se disputó en Nueva Zelanda en 1987. La empresa encargada del marketing del Mundial por entonces, West Nally Group, informó que la International Rugby Fotball Board se había embolsado 1,75 millones de euros. El Mundial de rugby de 2019, disputado en Japón, generó al PIB del país nipón 2.600 millones de euros gracias a la oleada de aficionados que permanecieron en suelo japonés una media de 17 días.

Hace unas semanas, el director ejecutivo de la Rugby Football Union inglesa, Bill Sweeney, anunciaba a bombo y platillo: “Estamos encantados de presentar los nombres de los jugadores en la parte posterior de las camisetas de Inglaterra para nuestros partidos de prueba internacionales masculinos este otoño. Creemos que los nombres de los jugadores en las camisetas pueden tener el potencial de acercar a los aficionados a las estrellas internacionales de nuestro juego y esperamos viendo la reacción a esta iniciativa”. En resumen, vender más camisetas.

Escocia, que fue una de las federaciones más reacias a acatar la orden de numerar las camisetas de los jugadores en el campo para distinguirles, se sumaba a la iniciativa de los de la Rosa, enemigos históricos. Su federación no atraviesa por un buen momento económico y cualquier ingreso es bienvenido. Detrás de ambas aparece la alargada sombra del fondo inversor CVC, que ha comprado parte de los derechos del Seis Naciones y quiere reactivarlo financieramente explotando nuevos ingresos extraordinarios, entre los cuales aparecen las camisetas nominadas o la grabación de una serie ‘inside’ para Netflix en el próximo Seis Naciones de 2023.

Mientras Inglaterra o Escocia lucieron los nombres de los jugadores en sus camisetas el pasado fin de semana, otros como Nueva Zelanda, Irlanda, Argentina, Francia, Australia, Gales o Sudáfrica se han negado a ello. Prefieren respetar los viejos códigos y mantienen así el valor de la ‘cap’. La ‘cap’, que viene de la gorra que se entrega al jugador que debutaba con una selección (aún hoy se celebra ese ritual), es la internacionalidad con una selección. El derecho que te ganas a usar esa camiseta, con un número determinado y un rol que desempeñar, en un partido concreto. Eso le da un valor que que ahora se prostituye al personalizar la camiseta para comercializarla.

El cricket vivió un proceso parecido y hoy los jugadores lucen con normalidad sus nombres, lo que invita a pensar que es una batalla perdida. Sin embargo, el impacto en el rugby social, ese que sigue siendo amateur, vaticina que habrá guerra porque la base de la educación en los valores del rugby descansa en esto. El rugby, como decía mi añorado Michael Robinson, “es el deporte de equipo por excelencia. La solidaridad hecha deporte. La más anónima de las disciplinas”. Se podrá discutir si el rugby es un deporte de evasión o de contacto, “de colisión” para los sudafricanos. O si regar el tercer tiempo con cerveza o con vino. Pero ponerle nombre a una camiseta que ha sido defendida durante más de cien años con sangre, sudor y lágrimas por centenares de jugadores, si no miles, es prostituirla.