La Cartuja de Sevilla se convirtió en el viejo Coliseo romano durante hora y media.

Y como en la vieja Roma, las gradas se medio llenaron con una muchedumbre encendida que pedía la cabeza de Luis Enrique, antes incluso de que empezase el partido Eslovaquia-España. Lo pedían porque le consideraban engreído, iluminado, visionario y contestón.

Los menos benevolentes consideraban que el haber dado vacaciones anticipadas a todos los jugadores del Real Madrid había sido una mala decisión. Tan mala como la de no contar con gente tan brillante como el lateral Navas, en plena forma, o el goleador Aspas. 

Le condenaban, además, por haber prescindido de Ramos, el jugador con más liderazgo de nuestra selección, aduciendo que apenas había jugado los últimos meses por culpa de su lesión y el Covid. En cambio, se trajo del Manchester City a Eric García, una promesa que apenas había intervenido en la Premier pero que tiene futuro.

Esta vez las críticas, no solo llegaron desde la prensa española y la afición, sino también de la prensa internacional. Estábamos tirando por tierra el prestigio que tanto nos costó ganar con Luis Aragonés y Vicente del Bosque. Incluso hubo algunos nombres famosos del fútbol europeo como el alemán Effemberg y el holandés Van der Vaart que se permitieron el lujo de decir públicamente que nuestra selección era irrelevante y no funcionaba, que daba pena verla.

Se criticaban los planteamientos tácticos de Luis Enrique, las alineaciones de cada partido (hacer jugar a Llorente, por ejemplo, de lateral derecho, cosa que nunca había hecho) y se criticaba sus modernos métodos, el siempre hacerse notar, como cuando se hacía levantar una atalaya para seguir los entrenamientos (en lugar de subirse unos escalones en la grada) o sentarse sobre la nevera de la selección en lugar de hacerlo en el banquillo. 

Es decir, que el entrenador se había ganado a pulso el recelo de los aficionados y había puesto de acuerdo por una vez a afición y prensa para proclamar que no era el hombre más adecuado para seguir mandando a nuestros jugadores. Pero Luis Enrique no se inmutó. Dijo que en caso de perder no dimitiría, sino que pediría la renovación. Genio y figura hasta la sepultura.  

Las gradas echaban fuego desde las cuatro de la tarde, dos horas antes de que comenzara el duelo de los gladiadores. Las 12.500 personas que se les permitió la entrada al recinto, buscaron acomodo lo más lejos que pudieron unos de otros por protocolo Covid. Pero cuando se fue a iniciar el partido todo se unieron en una piña para hacerse más sonoros a la hora de apretar a nuestra selección ayudando con sus gritos, sus aplausos y sus cánticos. Ellos no iban a fallar. 

La tragicomedia estaba a punto de comenzar. Para esta representación, el entrenador había introducido cuatro cambios importantes en el cuadro inicial de actores.

LLorente (el mejor jugador español hasta entonces en la Eurocopa) se quedaba en el banquillo. Le sustituía Azpilicueta. Pau Torres, el mejor central en los dos partidos anteriores, cedía su puesto a Eric García. Los otros dos cambios parecieron más acertados. Busquets relevaba a Rodri y Sarabia a Dani Olmo. 

En La Cartuja, convertida ya en el Coliseo, Eslovaquia y España se hacían las fotos para la historia. En el palco, como si de un emperador se tratase, Rubiales, el presidente de la Federación Española de Fútbol, ensayaba cómo debería levantar su dedo pulgar para subirlo o bajarlo en función del resultado del partido.

En ese momento, antes de que sonara el pitido inicial, a Rubiales se le pasó por la cabeza lo ocurrido en el Mundial español del 82, en Valencia, cuando nuestra selección cuajada de grandes jugadores, como Arconada, Gordillo, Zamora, Juanito, Camacho, Santillana, López Ufarte, etc. empató el primer partido con Honduras (qué horror). Ganó miserablemente el segundo a Yugoslavia, gracias al árbitro que se inventó zun penalti a Perico Alonso fuera del área y lo lanzó y lo falló López Ufarte, lo que obligó al referí a sobreactuar, indicando que se repitiera, para que esta vez Juanito marcara y resolviera el partido. En el tercer encuentro perdimos con Irlanda y pasamos a la siguiente ronda con 4 miserables puntos, lo que nos abocó a jugar con Alemania, que nos eliminó. Fue el mayor ridículo del fútbol español en toda su historia y en casa. Pablo Porta, que era el presidente, no dimitió. Pero sí lo hizo de inmediato José Emilio Santamaría, el seleccionador, al que no se recuerda que entrenara desde entonces a ningún otro equipo.

Ahora, pensaba Rubiales, podía ocurrir otro tanto. Jugando en casa y en Sevilla, caer eliminados ante Eslovaquia, sería una desgracia y tal vez debería dimitir. Pero si Pablo Porta aguantó, por qué no iba a hacerlo él. 

Sonaron las trompetas y comenzó el duelo. A partir de ahí: vivir o morir. Seguir en el torneo o irse de vacaciones.

Y en un suspiro de tiempo, a la afición se le olvidaron todas las penurias anteriores y aplaudió a rabiar al equipo para evitar que en Sevilla ocurriese lo que sucedió en Valencia 39 años atrás.  

España empezó jugando bien, moviendo el balón con soltura y autoridad. Pero a los 9 minutos llegó algo inesperado: penalti contra Eslovaquia. Lo lanza Morata y el guardameta Dubraika lo detiene.

Y todo el trabajo llevado a cabo por el «gurú» de nuestra selección, el psicólogo Joaquín Valdés, se vino abajo de repente. Otra vez la mala suerte. El error. El desvarío. El segundo penalti fallado en plena competición. 

Pero fútbol es fútbol, ya lo dijo Boskov. 

España esta vez no se hundió. Tal vez porque supo que estaba jugando frente a un equipo malo, de la Segunda División B española, que no tiró a puerta una sola vez en todo el partido. De modo que hubo tiempo para resucitar y en menos de lo que canta un gallo, España marcó cinco goles, lo que le convirtió en el equipo más goleador de la competición en un solo partido. Y no solo eso, su goleada 0-5, únicamente se había producido en una fase final de Eurocopa en un partido jugado hace diecisiete años.  

¿Quién entiende el fútbol? ¿Por qué es tan grande y gusta a tanta gente? Porque es imprevisible, sorprendente, disparatado a veces.

El primer gol llega por un fallo monumental del portero eslovaco que se lo mete en propia puerta. El segundo, por la cabeza del central Laporte que pasaba por allí y se suspende en el aire como si fuera Santillana y coloca el balón donde le da la gana. (Laporte solo había marcado dos goles en el Manchester City en 17 partidos). El tercero es obra de Sarabia nada más comenzar la segunda parte. Sarabia y Busquets fueron los dos hombres del partido. Y Busquets se llevó, como tantas veces, el título de mejor jugador del encuentro (por el equilibrio, la pausa, la calidad y la dinámica en la que envolvió el juego español). El cuarto fue de Ferrán, que acababa de salir al campo y marcó de tacón al estilo Ronaldo o Messi. Y el quinto fue de Pau Torres, otro recién aparecido. 

Llegados a ese punto, la mala suerte que le había perseguido a España durante la competición, parecía haber cambiado de signo. En el otro partido de nuestro grupo, Polonia marcaba el 2-2 en el minuto 75 y dejaba a España a las puertas de ser incluso líder de grupo, con lo que debería enfrentarse en Glasgow contra la República Checa, un rival aparentemente fácil. Pero afortunadamente Suecia acabó ganando el partido en el tiempo de descuento y España jugará contra Croacia en Copenhague en octavos de final el próximo lunes a las 18.00 horas. Digo afortunadamente, porque España juega mucho mejor ante los grandes, que ante los pequeños.

De manera que hemos pasado de estar condenados a muerte, a ser uno de los grandes favoritos para el triunfo final. Porque España no va a poder ganar la Eurocopa si no le pone un poco más de picardía y sal y pimienta en los encuentros. Ya lo ha dicho Luis Enrique, las críticas que ha recibido se caen por su propio peso y parece muy contento de cómo juega nuestra selección. Allá él.

A fin de cuentas, está claro que en plena época de indultos en España, hubiera sido condenable no indultar también a nuestra selección.