Maradona ha muerto, el público ha muerto y Messi no se encuentra demasiado a gusto. El fútbol ya solo se conjuga en pasado. Don Diego le concedió tantas oportunidades a la muerte que en alguna ocasión debían acabar empatados. Acostumbrado a driblarse la sombra, imaginó que en la vida como en el campo siempre esculpiría una diablura hacia la puerta de salida. Fallece un ídolo prematuro, porque nunca maduró. Tuteó a Castro, pero su camiseta y su silueta compiten con la imagen crística del Che.

Dios da la mano a Maradona, ahora en literal y no como ante Inglaterra. Muere sin apearse de la divinidad, estatua en muñeco hinchable de sí mismo, perdiendo el resuello a cada palabra genial. Hay que rescatar a toda prisa el documental Diego Maradona, de Asif Kapadia. Allí se tambalean las convicciones de que Messi ha sido el más grande, porque su predecesor pastoreó hacia la gloria a un rebaño desorientado. En la película confiesa que se enamoró de la cocaína "en un boliche de Barcelona", una discoteca en la traducción.

Maradona es una religión, discutirle tiene menos sentido que asombrarse ante su desaparición. La muerte es el desenlace menos doloroso para la celebridad desembridada, el argentino retrasó su destino para no incurrir en el martirio veinteañero de Amy Winehouse, Janis Joplin o Kurt Cobain. La excepcionalidad de los ídolos deportivos reside en la virtud de "leer el terreno de juego", la capacidad sobrehumana de un Fischer al barrer el tablero.

Maradona acumulaba en su cerebro las compensaciones a un trote corto de cadera estrecha. Teleguiaba el balón con la mirada, el pie era un subalterno. Miles de padres se preguntan ahora mismo si sus hijos podrían ser Maradona sin las contrapartidas. No way, José. La gloria es un arma de doble filo, y antes de la condenación, recordad que el mafioso no se llama Maradona, sino fútbol de élite.