Resulta que me invitaron a hablar de fútbol y literatura en Bilbao porque no recordaban que ya había estado hablando de fútbol y literatura en Bilbao. Me pasa bastante: doy lo mejor de mí, con alguien, y ese alguien no tarda en olvidarme. A veces ni siquiera es necesario que pasen un par de años, como en Bilbao. A veces me olvidan en un par de días o en un par de horas. A veces ni llegan a quedar conmigo porque se olvidan antes.

Esto, que en principio podría parecer humillante, es un regalo. Es un don que atesoro, como el de tener siempre pinta de estar recién salido de la cama o de arrastrar una larga resaca, un don que ahorra muchas explicaciones y responsabilidades. Porque que me olviden pronto significa que no te proporcionaré una experiencia placentera y profunda que te acompañe eternamente, pero es a la vez garantía de que no te voy a generar ningún trauma, de que no te voy a dejar secuelas. De que si tienes problemas, no vas a poder culparme. Ese empate vital no es poco. Ese empate vital es el que persigo. Me vale ese empate.

Conté esto al iniciar la charla y el colega Carnero me preguntó por el equivalente futbolístico. Creo que lo más próximo sería la vida de un tercer portero, el típico tercer portero que nunca juega y que olvidas pronto que estuvo en tu equipo, un personaje que se pierde. Lo he escrito alguna vez. De niño soñaba a menudo con ser tercer portero. Me parecía el mejor trabajo del mundo. Eres futbolista, entrenas cada día y conoces a los jugadores, pero muy mal se tienen que dar las cosas para que te toque jugar y exponerte.

No sé si el tercer portero quiere jugar de verdad. No sé si está cómodo en ese rol medio invisible o le gustaría trascender y ser importante. Me gustaría entrar en su mente, como entran en nuestra mente los estribillos de las canciones. Mi hija me puso en una canción de Luna Ki, sospecho que para conseguir lo que consiguió, hacerme sentir muy mayor. Entré a la ducha luego y el agua se llevó mi sudor, pero no la melodía ni la canción. Sobre todo una frase que se me clavó: «Lo soñé y lo hice». Eso decía todo el rato en mi mente.

Cuando eso me ocurre, tiro del hilo e imagino crónicas de partidos que podría escribir a partir de esa frase. Es un vicio como otro cualquiera. He imaginado más crónicas de las que he escrito. Quizá las mejores son las que nunca he escrito, las que he imaginado en la ducha, dando vueltas en la cama o tendiendo la ropa de una lavadora. Lo soñé y lo hice. Imaginé una situación de partido. Imaginé al Messi de la plenitud, ese que se paseaba por el campo medio ausente y con los hombros caídos, hasta que recibía la pelota y pasaba de cero a mil en una décima de segundo. Me gustaría entrar en su mente como entran en nuestra mente los estribillos de las canciones. Lo soñó y lo hizo. Quizá cuando recibía entre líneas ya sabía que cinco segundos después estaría frente al portero y le picaría burlón la pelota. Quizá fuera lo que pensaba cuando parecía que no estaba, lo que soñó la anterior noche.

Lo soñó y lo hizo. A Messi nunca lo olvidaremos, qué responsabilidad tan grande. A Luna Ki, intuyo que sí. Diría que prefiero la libertad de la ligereza. Me vale ese empate.