Las historietas de nunca acabar. A veces miro hacia la España futbolera y la veo anclada en las frustraciones de casi siempre.

Críticas a los árbitros de quienes les va mal, ahora ampliadas a ese otro imaginario perverso del VAR. Este año le ha tocado al Barça como años antes, cuando arrasaban los culés, eran los madridistas quienes veían fantasmas por todos lados. Entonces se trataba de que a los blancos los masacraban a penaltis, en contraste con los escasos que les pitaban en contra a los blaugranas. Y es que, siempre es más fácil señalar errores o pecados ajenos que mirarse hacia dentro con sentido autocrítico y buscar en los propios fallos, carencias y desvaríos la raíz de los problemas. Es tan normal como humano, sobre todo para quienes gustan de hurgar en sus heridas en lugar de lamerlas en el peor de los casos y tirar hacia adelante con determinación y sin complejos; hasta en las horas bajas cabe la grandeza.

Por eso, ahora, por inteligentes que sean, todos los Piqué o Bartomeu del mundo se rasgan las vestiduras y rajan contra quienes toman las decisiones arbitrales. Hubo un tiempo en el que Villar y Sánchez Arminio eran unos demonios para los adentros y aledaños del Real Madrid. Y objeto de improperios irreproducibles para sus forofos. Hogaño sucede al revés. Para la mayoría de los culés, el Madrid ganará la Liga gracias a esos mismos señores del pito y de las moviolas arbitrales. Es decir, que mientras fueron primeros hasta el parón debieron favorecerles a ellos; digo yo.

La ley del péndulo es uno de esos cuentos circulares que siguen vigentes en nuestro fútbol, para desgracia de su esencia, aunque también forma parte insoslayable de la salsa que tanto nos apasiona. La emoción no está reñida con la cortedad de luces.

Recuerdo los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando al decir de muchos la economía española de Franco se medía por los goles y triunfos que lograba el Madrid en Europa. Era el equipo del Régimen; una tontería tan grande como la cruz del Valle de los Caídos. Y más reciente, cuando el Barça de Guardiola era el club del socialismo de Zapatero, seguidor confeso culé. ¿No era más fácil reconocer y aplaudir la aplastante superioridad del Real de Bernabéu durante aquellos años, tanto dentro como fuera de España, con los Rial, Santamaría, Di Stéfano, Puskas y Gento? ¿O la idéntica del Barça en la década mágica de los Puyol, Alves, Xavi, Iniesta, Busquets, Pedrito, Piqué y Messi, y antes Deco y Ronaldinho?

Desde luego, más inteligente y elegante es eso que llorar por las esquinas y maldecir al cielo por la suerte del rival, cuando no por sus supuestas malas artes en connivencia con vaya usted a saber quién. Porque después, cuando cambian las tornas, todas esas excusas de mal perdedor nos caen encima como bumeranes justicieros.

A quienes se acaloran y ciegan sus entendederas con esas debilidades les caben dos cabreos. Primero el de la frustración por su equipo, y luego, cuando llegan los triunfos, nunca falta quien les diga, bueno, ¿y ahora qué? Y como sus explicaciones no convencen porque son tan subjetivas como inciertas, aunque siempre encierren alguna razón, entonces la toman con sus interlocutores contrarios para seguir en estado permanente de enfado; seguramente, su estado vital en casi todo. ¡Pobres familiares cercanos!, barrunto.

Amigos, es bueno emocionarse por las pasiones del fútbol, de lo contrario no se disfrutaría tanto, pero enfadarse con amigos porque la pelotita entre o no más veces en la portería del arquero que menos conocen tus futbolistas, que diría don Alfredo, es cuando menos absurdo.

Distinto es el cachondeo con tus conocidos, que es otra sana gracia futbolera. Tanto, que a veces se disfrutan más esos momentos que los vividos durante los partidos. Y se esperan los lunes con tanta ansiedad o temor que la hora de ir al estadio.

Y si el culmen de la pasión futbolística es ganar y disfrutarlo al máximo, el colmo del desvarío es sacar en grupo los bemoles que en la vida diaria somos incapaces de lucir individualmente.

A los violentos, además de echarlos por cobardes y gilipollas, yo los mandaba al campo de verdad, pero no con zurrón al hombro sino con cencerro al cuello. O les calzaba un traje a rayas y los tenía a la sombra una buena temporada; sería mano de santo para el fútbol.

Cuentos futboleros para pensar.