A veces nos emocionan detalles aparentemente pequeños. O los más inesperados. Y hasta los menos comunes. En mi caso, reconozco que me tocan las fibras quienes son capaces de empatizar con sus rivales, hablan bien de ellos o son capaces de felicitarles sin negarles méritos. O reconocen su buen comportamiento, que han sido mejores o que han tenido una mejor idea. Los que son capaces de abrazar a sus antagonistas o perdonar a sus enemigos. Y hasta los que reconocen sus errores y piden disculpas de corazón. Y, claro está, quienes olvidan sus diferencias, pero de verdad, para unir esfuerzos cuando las cosas se ponen feas.

Desgraciadamente, quienes deberían dar ejemplo, rara vez nos hacen sentirnos orgullosos de ellos. Y eso ha sido así en esta España nuestra desde hace demasiado; decenios. Ya saben a quiénes me refiero. Al contrario que sus antecesores, que protagonizaron con quienes peinamos canas o nada un cambio político y social tan decisivo como necesario, que sí nos hicieron sentir orgullosos de que nos representaran desde todos los colores ideológicos. Y de que les siguiéramos en ese arrebato de verdadero patriotismo que nos inundó a casi todos. Otros tiempos. Otras personas. Otros anhelos. Y otras circunstancias, también es verdad. El hambre de ser diferentes y de superar resentimientos viejos y traumas era mucha, quizás tanto como ahora el empacho de tenerlo casi todo tan fácil y tan a mano.

Pero estos días, también, con tanto por ver desde la ventana o en los medios de comunicación y con tantas horas para reflexionar, he reparado en muchos desconocidos ejemplares.

Un operario llevaba camas a un hospital improvisado. Y otros montaban miles de metros cuadrados de instalaciones en el suelo para albergarlo.

Un camionero se lamentaba de estar varios días sin poder ducharse. Una joven decía que era voluntaria para hacer la compra a las personas mayores de su edificio. Un estudiante sanitario había ido a un centro médico a ofrecer sus servicios a nuestros admirables profesionales, a quienes ya rendimos justo homenaje.

Alguien manejaba una barredora por la calle y otra persona fumigaba. Y recogían la basura. Y atendían farmacias y estancos. Y traían alimentos a casa. Y daban soporte técnico a quienes informaban y entretenían por la radio o la tele. Y repartían periódicos. O consolaban.

Y vigilaban las calles de uniforme, y ayudaban a todo tipo de personas y en cualquier circunstancia. Y trabajaban en el campo, en las huertas y ganaderías. Y en tiendas y supermercados. Y salían a pescar. Y atendían por internet. Y facilitaban las comunicaciones.

Y daban clases de cualquier cosa por internet desde sus casas. O ponían música desde sus balcones. O cantaban.

Y bastantes empresarios, grandes, medianos y pequeños, y autónomos, y hasta deportistas de élite, ponían sus capacidades al servicio de lo que hiciera falta.

Y gente anónima hacía muchas más cosas de un modo también anónimo. A todas ellas mi pequeño homenaje. Y el de las personas de buena fe.

Hay que estar hecho de una pasta especial para esas bondades. Hay que poner mucho empeño para querer ser protagonistas anónimos en llevar la pesada carga que nos toca. Y hay que tener un corazón grande. Un corazón de persona de bien. En definitiva, hay que ser bueno en el mejor sentido de la palabra, como cantó Machado.

La España real frente a la ficticia. Los españoles auténticos frente a los falsarios. El corazón frente al odio. O, tal vez, la España autéticamente grande frente a la mediocre.

Escribía también don Antonio Machado por aquellas calendas, tiempos convulsos de resentimientos, manos airadas y demasiada ignorancia, previos a la inmensa desgracia que trajeron los años treinta; que en España, de diez cabezas, nueve embestían y una pensaba. Y yo, con muchos más, quisiéramos pensar que ahora son nueve las que sienten y una la que desvaría. Y ojalá fuera así para siempre.

En cualquier caso, sirva el testimonio de todos esos seres anónimos que nos hacen la vida amable en estos tiempos desconcertantes para mirar hacia adelante con optimismo. Porque si algunos resultan impresentables tras presentarse a ser elegidos para lo que sea, que a muchos de ellos todo les vale -también hay buenos-, otros, nuestros héroes, que son infinitamente más y mejores, se presentan diariamente desde el anonimato para servir desinteresadamente a todos.

Y fijándonos en cualquiera de ellos y de los otros, podríamos decir con el Mío Cid, ¡qué buen vasallo si hubiera buen señor!