Ahora que ya estamos todos emparejaos, recluidos en casa, sería el momento de reflexionar sobre lo que nos preocupa, nos ocupa y nos desocupa en nuestra vida.

No poder tocar, abrazar o besar a quienes queremos es la primera ausencia que nos debería servir para encarar el futuro en cuanto controlemos el bicho que nos asola. Ese día, iremos en su busca con ansias de que sientan en nuestros ojos, en nuestra piel, en nuestros brazos y de nuestra boca cuánto los echamos de menos. Y lo necesarios que son para sentirnos vivos en este mundo rutinario, mecánico, materialista y vacío. El amor es el primer alimento del alma. Y la primera conclusión es que nos faltan horas en la vida para decir, hasta sin decir nada, tantos 'te quiero' como sentimos. Pero hondos, cercanos y emocionados. Empecemos por quien tengamos a mano.

La segunda pata de ese banco de nuestra vida, la más personal, es la libertad. Libertad de salir, de entrar, de ir, de venir, de hacer lo que deseamos sin restricciones más allá del respeto a la libertad de los demás. Y ahora, cuando pasan las horas mirando desde la ventana hacia esa calle que nos lleva, entenderemos mejor lo que supone perderla. La segunda lección sería valorar que es un bien tan cotidiano como básico en nuestra condición humana. Hay que disfrutarla, pero también debemos luchar por ella cada día con el mismo ahínco que ponemos en otras cosas menos trascendentes. El espejismo de nacer con ella nos ciega su realidad. Seguramente, aquellos antepasados que ya nos dejaron o están cerca y vivieron situaciones tan trágicas como una guerra civil u otros desastres nos podrían explicar de primera mano lo fácil e inesperado que es perder la libertad. Y como enseñanza, deberíamos recordarlos o hablar más con ellos, o leer testimonios similares de quienes nos hicieron el regalo de escribir sobre esa irreparable pérdida.

Y llegamos a la tercera ausencia. La de no poder relacionarnos físicamente con quienes consideramos buenos conocidos o, la tercera bendición, simplemente amigos. Esos ratos de charla paseando o en torno a una buena mesa. Esas confidencias, aquellos puntos de vista diferentes, el consejo, la comprensión, el contraste, incluso la discrepancia, el saludo amable, el compartir, el abrazo o el adiós con todo y pese a todo; la compañía, en suma. La compañía de algunos semejantes que nos hacen el favor de su atención, respeto e inestimable cariño. Amistad viva y ejercida. Una suerte que termina de justificar nuestra existencia.

Finalmente, hablemos de fútbol. A veces me consideran merengue declarado o culé encubierto cuando me comentan esta columna. Y tras mi agradecimiento les suelo contestar lo mismo. Primero soy del fútbol y después reparto mis devociones. Por eso disfruté tanto del Brasil de Pelé o del Barça de Guardiola como antes con el Madrid de mi niñez y juventud; el de Di Stéfano y Gento y el de los yeyés de Pirri, Amancio, Velázquez y compañía. Y después con el de la quinta del Buitre y más reciente con el tricampeón europeo de Zidane. Y por eso también sonrío cuando recuerdo al Murcia de los Añil o Ruiz Abellán y a sus compañeros ascendiendo de tercera a primera en dos años. Y a los Vidaña, Guina y Figueroa enorgulleciéndonos contra los grandes. Y al del ascenso a Segunda con un grupo de amigos directivos, con los goles de Cantero y Julián, y Campillo a los mandos. O mantengo en mi retina el equipazo del Cartagena de Mesones y Perico Arango en el viejo Almarjal de los setenta. Y aún me emociona añorar a la campeonísima España de Luis y Del Bosque, y a la de Luis Suárez e Iríbar ganando la Eurocopa del 64.

Y por eso también, aún retumban en el salón de mi casa los gritos de alegría cuando el Atlético de Simeone tumbó al soberbio Liverpool de Kloop. Toda una lección del fútbol bueno; el atacante espectacular aun sin suerte y el defensivo con efectos demoledores. Oblak y Llorente me hicieron vibrar porque si el fútbol es primera devoción, sentir mis colores como los de cualquier equipo de mi tierra son la segunda y tercera.

¡Vivan el amor, la libertad, la amistad y el fútbol! Y a ver si esos prejuicios perversos u odios -que a veces también lo parecen- con vecinos, compatriotas o rivales de cualquier cosa, los dejamos en la percha del olvido.

Ojalá pasen pronto estas pandemias.