Ser segundo es tan corriente como temporal. Sin embargo, hay más segundos y terceros que primeros por razones idénticas al lucimiento de las cúspides de las pirámides sobre grandes bases progresivas de apoyo, y así se estructuran también las sociedades humanas y sus instituciones, aunque sean dinámicas y solo permanezcan estáticas y perennes las basadas en la propiedad o en dictaduras políticas. Las demás son tan cambiantes y renovadoras como la propia condición humana. Y es bueno que sea así.

Lo ocurrido con R obert Moreno y Luis Enrique no es nuevo, casuístico ni singular. Ha ocurrido y sucederá siempre en el fútbol y en la vida. Hay multitud de ejemplos que sería cansado enumerar. Se los ahorro. No obstante, ese divorcio profesional tiene la excepcionalidad de ser otro lío consecutivo en la Federación Española de Fútbol en un año largo. Y analizando el perfil de los personajes federativos que los protagonizan, podríamos decir que con la mediocridad hemos topado, por buena voluntad que le echen. Y es que, al decir de profesionales con quienes hemos tenido ocasión de hablar y que los conocen bien por haber trabajado con ellos, Rubiales y Molina encajarían sin holguras en cualquier definición de mediocres consumados. Además, se da la gravosa aun involuntaria circunstancia de carecer de suerte. Porque si desgracia es que en pleno Mundial les tienten al seleccionador para ficharlo desde un club al que difícilmente se le puede decir que no: Lopetegui y el Real Madrid, peor suerte aún es que el relevo, Luis Enrique, sufra un terrible imprevisto familiar cuando su gestión empezaba a cuajar con nuestros internacionales, obligándole a dejar el cargo. Todo lo demás sí que fue y es mala gestión comunicativa y de oportunidad, al margen del fondo; Lopetegui estuvo bien cesado y la vuelta de Luis Enrique es tan opcional como seguramente apropiada.

Así, obviando la primera porque sabemos cómo acabó, para desenrollar la madeja de medias verdades trufadas con excusas y realidades palmarias de esta segunda, y a falta de conocer la versión del asturiano, a su sustituto catalán lo presentaron como seleccionador con todas las consecuencias, incluso anunciando pomposamente una nueva etapa, por mucho que también sea cierta la coletilla de mantener la puerta abierta para el dimitido, que entonces sonó a piadosa. Lo extraño es que en pocas semanas hayamos pasado de la elegancia de Robert Moreno deseándole públicamente lo mejor a su antiguo jefe y de manifestar a primeros de septiembre que se haría a un lado si quisiera regresar, al divorcio total entre ambos que, como eximente, quizás pillara por sorpresa al dúo Rubiales Molina.

En conclusión, creo que se han dado dos circunstancias tan vulgares como humanas. Por un lado, el catalán se fue creciendo conforme los resultados hablaban bien de su trabajo, con el apoyo de jugadores, aficionados, prensa, compañeros y también de dirigentes federativos, y por otro, en el asturiano, es muy probable que una vez asimilado el eterno duelo aparecieran dos sentimientos: los celos profesionales y el resquemor de ver cómo salían bien las tesis de su sustituto, seguramente contrarias a ideas compartidas anteriores según sus gustos y criterio porque mandaba, y tal vez también pese a sugerencias que le hiciera llegar en ese sentido por medio de colaboradores comunes, si no directamente. Es decir, celos entendibles y afán de retomar el poder, soberbia, porque así como nadie tiene vocación de segundo permanente - Robert Moreno-, también comprensible, hay personalidades - Luis Enrique- que tampoco aceptan que quien ha estado a sus órdenes pueda tener convicciones y carácter para cambiar sus postulados. Y si encima le salen bien al supuesto intruso, refrendado con la sobrada clasificación de España para la fase final de la Eurocopa, ese regomello da lugar al afán de revancha, cuando no venganza, o de ningunear al sustituto menospreciando su trabajo y humillando al osado segundo que alguna vez se creyó primero.

El error del dúo presidente y director deportivo fue tomar decisiones sin medir los factores humanos que estaban también en juego. En cuanto tuvieron noticias del desencuentro, deberían haberse empeñado en enderezar esa relación -ciertamente difícil- o, al menos, dejar clara su decisión antes y a tiempo. Retardarla y la excusa de cumplir su palabra con Luis Enrique fueron vehículos para humillar a un Robert que también evidenció infantilismo adolescente.

Horizonte nublado para unos y otros -y para la selección- porque el tiempo, ese ingobernable general, suele poner a los mediocres en su sitio.