David Brooks, el columnista estrella de The New York Times, planteaba de nuevo hace unas semanas la necesidad de reforzar la musculatura de las clases medias y trabajadoras. Se diría que es el tema central de nuestro tiempo y que la mayoría de sus derivaciones -incluidos los movimientos populistas- giran, de uno u otro modo, alrededor de él. Sin embargo, nadie tiene claro qué tratamiento dar a una afección que desborda las posibilidades de la política tradicional. Por supuesto, el significado del concepto ´clases medias´ no equivale en el mundo anglosajón al que nosotros manejamos. El Estado del bienestar y el crecimiento casi ininterrumpido de la economía española en el último medio siglo, unidos a una demografía favorable y al atraso secular, se tradujeron en una mejora de la calidad de vida sin parangón en la historia de nuestro país: infraestructuras punteras y hospitales públicos, paso de la vida rural a la urbana, generalización del automóvil, restaurantes Michelin€ Definirse como ´clase media´ forma parte del imaginario común de los españoles, aunque por su extrema capilaridad social esta adscripción sea incierta. Para los americanos, la clase media vendría ser la de los pequeños empresarios y profesionales con fuerte poder adquisitivo: al menos dos casas en propiedad y un notable patrimonio en acciones, fondos de inversión y planes de pensiones. En España, la clase media viene determinada por un trabajo estable y ciertos hábitos de consumo, no exactamente por la fortaleza patrimonial.

Si en los Estados Unidos la erosión del sueño americano ha eclosionado en el trumpismo -un fenómeno político que, no lo olvidemos, viene de lejos y que nos llevaría hasta Ross Perot-, en España el malestar social ha dado lugar a una creciente fractura, con pocos ganadores y muchos perdedores. Y, más allá de algunos discursos supuestamente bienintencionados y de la propia fortaleza del Estado del bienestar, se hace muy poco para atenuar sus efectos. Así, por ejemplo, sorprende que el PSOE de Pedro Sánchez se lance a una gira española a favor de las pensiones, cuando la crisis económica ha desgastado aún más el suelo de las familias y de los jóvenes (la mayoría de los nuevos salarios son inferiores a las pensiones que se pagan). También sorprende que no se apliquen políticas imaginativas como estímulo a la cohesión social: una fiscalidad que fomente el ahorro a largo plazo, o ayudas generosas por hijo, o un diseño del plan de vivienda pública orientado hacia el alquiler. Brooks, para el caso americano, ha sugerido algunas más: ofrecer un bonus económico a los parados de larga duración que encuentren un trabajo, reforzar los programas de formación profesional de los trabajadores -frente a la noción de ´universidad para todos´-, crear planes específicos para el desempleo masculino o favorecer las cooperativas laborales, en línea con lo que hacen países como Suecia o Dinamarca.

Parece obvio que, así como los populismos reflejan un malestar real en la sociedad, el deber de los políticos es responder con soluciones audaces a problemas que desbordan su capacidad de actuación. Y la audacia equivale a imaginación e inteligencia, sobre todo porque determinadas respuestas del siglo XX ya no tienen hoy la misma eficacia. Ni contamos con la demografía favorable necesaria para sostener un determinado Estado del bienestar, ni la estabilidad laboral es un hecho seguro -quizás sólo en Japón-, ni el monopolio de la riqueza se corresponde con las fronteras de Occidente. Un reciente estudio apunta a que, en quince años, muy pocos países europeos seguirán en el top ten de las potencias económicas mundiales. El PIB de España habrá sido superado por el de México, y China seguramente ocupará el primer lugar en el escalafón -por delante de los Estados Unidos-. Hablamos de PIB, no de renta per cápita ni de riqueza individual; pero en sí ya define una tendencia. El mundo cada vez es más próspero. Europa también, aunque lo es menos de forma relativa. Cuando se viven procesos de cambio tan acelerados, se multiplican los ganadores y los perdedores. Y el deber de la sociedad -y de sus representantes- consiste en saber leer adecuadamente estas transformaciones para atenuar al máximo sus potenciales efectos perversos e impulsar sus consecuencias favorables.