Puede que Santiago Segura tenga razón cuando dice en un capítulo del divertido ´Viaje al centro de la tele´ (TVE) que el deporte favorito de los españoles es poner la tele y ver hacer deporte a otros, pero más bien parece que el deporte favorito de muchos españoles es poner la tele y ver perder a otros. Así, la gracia de ver a otros hacer deporte en la tele no es querer que alguien gane, sino que alguien pierda.

Eso no ocurre en los Juegos Olímpicos, salvo en momentos muy concretos como la final de balonmano entre Francia y Dinamarca (la mayoría de los aficionados españoles no quería que ganara Dinamarca, sino que perdiera Francia) o casos muy especiales, como la selección brasileña de fútbol (los madridistas deseaban lo peor para Neymar, y los culés querían lo mejor para el futbolista de su equipo). Los Juegos Olímpicos, más allá de la podredumbre que envuelve a muchos de sus dirigentes, de los casos de dopaje, de la obsesión por las medallas o de los brutales (y nada nuevos) intereses económicos y políticos que sostienen este invento griego, tienen algo especial. No se trata de que alguien pierda, sino de que alguien gane.

Como en los poemas de Homero, en unos Juegos Olímpicos no cae un velo de silencio sobre el derrotado. En la ´Ilíada´, Homero no canta los hechos del vencido Héctor con menos ardor y belleza que la cólera aciaga del glorioso Aquiles, y en ningún momento el poeta nos presenta la causa de los griegos como más justa y legítima que la de los troyanos. Los dioses ya han decidido el destino de Troya, y Héctor sabe que morirá cuando se enfrente a Aquiles, pero la victoria no hace más grande a Aquiles y la derrota no empequeñece a Héctor. Muchos queríamos que Bolt y Phelps ganaran sus carreras, que la gimnasta Simone Biles nos deslumbrara con sus ejercicios, o que la selección estadounidense de baloncesto nos alegrara el día a golpe de derroche físico y talento para el espectáculo, pero eso no significa que deseáramos la derrota de Gatlin, de Wang Yan o de la selección serbia.

Los espectadores nunca somos objetivos cuando nos sentamos a ver a otros hacer deporte, pero sí podemos ser imparciales a pesar de que nos guste más Bolt que Gatlin. Finalizados los Juegos Olímpicos, vuelve la Liga y, con ella, el deseo de ver perder más que las ganas de ver ganar. Vuelve la subjetividad radical y la parcialidad más descarada. Ya está aquí de nuevo el odio a Aquiles por ser Aquiles y el desprecio a Héctor por ser Héctor. La pregunta ya no es quién gana, sino quién pierde. Con alguna excepción.

El Leganés. La simpatía por este equipo recién llegado a la Liga de las Estrellas, a la mejor Liga del mundo (ejem), a la Liga patrocinada por el banco no sé qué o como queramos llamar a ese campeonato en el que todos juegan pero sólo pueden ganar dos, es universal (con excepción de los aficionados del Getafe) o, al menos, está muy por encima de la de cualquier otro equipo, de forma que en una jornada de Liga los aficionados que quieren que gane el Leganés ganan por goleada a los aficionados que quieren que gane el Barça o el Madrid. Del mismo modo que el poeta romano Virgilio era para Dante un alma cristiana por naturaleza, a pesar de que Virgilio vivió antes del nacimiento de Cristo, se podría decir que muchos futboleros son del Lega por naturaleza, aunque el Leganés sea un equipo precristiano, es decir, nuevo en Primera División.

Estamos en la Liga del Lega, aunque me temo que si el equipo madrileño se mantiene en Primera División, perderá su aura olímpica y dejaremos de verle como un Héctor luchando contra los griegos a las puertas de Troya. Hoy casi todos queremos que gane el Lega, pero el Leganés debe aspirar a que los aficionados deseen su derrota porque eso significará que se ha consolidado en Primera y ya es uno más. Es más fácil decir «viva el Betis, aunque pierda» que «viva el Lega, aunque gane».