Entrevista
Francisco Jarauta, filósofo: "Vivimos en un bucle entre la ansiedad y la perplejidad"
El pensador, catedrático de la UMU, sigue siendo, a sus 83 años, una de las voces más interesantes e internacionales de la Región, y acaba de publicar 'Poéticas del fragmento' (2024), una antología de textos hondamente poéticos considerados por los editores como "la esencia de una trayectoria que no se ajusta a las clasificaciones tradicionales"

El pensador zaragozano Francisco Jarauta, catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia. / L. O.
Antonio Puente
En «la época más acelerada y fragmentaria de la historia de la Humanidad» –afirma–, Francisco Jarauta (Zaragoza, 1941) se define como «un escéptico apasionado», y contrapone que «el pensamiento es una forma de resistencia». Durante las tres horas largas de conversación, en una mañana de noviembre con memoria primaveral, la célebre colina de la Residencia de Estudiantes de Madrid se vuelve un valle, tras el ventanal de la acogedora salita de los altos con la copa de los chopos al ras de las miradas. Es su huésped intermitente, como tutor de los becarios, una figura extinta desde la República, con él recuperada. Esta tarde les impartirá –otras tres horas– un seminario sobre Surrealismo, por los cien años del Manifiesto, y, al día siguiente, disertará en Cuenca sobre música y silencio, y, en breve, sobre el imaginario insular en un certamen de cine en Lanzarote… Y, también en la Residencia, el filósofo acaba de presentar su nuevo libro, Poéticas del fragmento (Lancelot, 2024), donde reivindica el ensayo frente al discurso académico. A sus 83 años, aun jubilado como catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia, sigue impartiendo seminarios de posgrado en la Universidad Humboldt, de Berlín, y en el Collège de France, de París.
Quienes le conocen más de cerca, entre la treintena de filósofos y escritores que le rinden tributo en Francisco Jarauta en las fronteras de Babel (2018), publicado por el Instituto Europeo de Diseño, destacan su envolvente capacidad de oratoria, cuajada de historiografía, y en que las anécdotas están al nivel de la sustancia. En sus disertaciones –siempre a capela, sin mirar anotación alguna–, convoca a personajes y autores del pasado como si fueran amigos suyos, y a quienes, a su vez, pareciera ir presentando, uno por uno, a cada componente de su auditorio. En las distancias cortas, se aprecia mejor su generosidad hospitalaria y su simétrica empatía, sea quien sea su interlocutor. También, su proverbial habilidad para vivir el texto («es nuestra segunda carne») y leer cada experiencia. Como alumno aventajado, parece seguir el principal mandato de Nietzsche, que el pobre Nietzsche no pudo acometer: poblar el instante presente, estar, cada vez, donde se está.
En Poéticas del fragmento defiende la especial vigencia de Nietzsche, así se hayan ido por el sumidero los posmodernismos, pensamientos débiles y otras corrientes hedonistas 'fin de siècle', y de ciclo, que tanto lo invocaban.
Su magisterio, que no dejó de crecer a lo largo del siglo XX, se vuelve ahora más sólido y urgente. Lo he querido subrayar en Nietzsche, el aura del nihilismo, un monográfico que publicaré el próximo año; cómo su noción sobre el carácter metafórico del lenguaje, y, en consecuencia, la falta de correspondencia entre lenguaje y mundo, es hoy mucho más nítida. El posmodernismo, que ciertamente lo invocó, tuvo algo de terapia colectiva: un espacio de confort compartido y hasta de glamour, mientras que ahora se habla de acotadas zonas de confort. Para entonces, los héroes dejaron de ser necesarios, y se potenciaban las subjetividades circulares. Pero, con la caída del muro de Berlín, se produjo un drástico giro cultural. Se comienza a identificar la negatividad de lo social, en sociedades cada vez más complejas. Se acumulan los elementos diferenciadores, se intensifica la cultura de la violencia, de las guerras. Ya no se podía mantener más una teoría feliz generalizada, como se pretendió entonces. La mirada de Nietzsche se nos vuelve hoy más severa, cuando se multiplican la provisionalidad de los lenguajes y las estructuras en fuga. Por supuesto, la risa de Zaratustra nos salva de la melancolía por la nostalgia de la totalidad perdida. Pero hoy prevalece el Nietzsche que nos recuerda que «nuestro futuro es el reino mineral». O el que, como médico de cabecera, nos anuncia: «He venido a curaros de la pesadilla de la eternidad».
¿Será que el simulacro de entonces se ha descompuesto en simulaciones líquidas, casi inapelables? Usted se hace eco, por cierto, del giro de Zygmunt Baumann en sus últimos ensayos, en que detecta nuestra condición actual de «espectadores globales», sometidos a una nueva ‘ansiedad’; ese terrible símil de estar postrados en un andén viendo pasar trenes de alta velocidad sin poder subirse a ninguno…
En esa elocuente imagen, Baumann incorpora la ‘alta velocidad’. Me remito a la advertencia de Paul Virilio: que el cambio de paradigma de nuestro tiempo es haber «domiciliado la velocidad». Antes, en paralelo, por ejemplo, a esa cultura del simulacro, acuñada por Jean Baudrillard, se destacaba lo efímero. Pero ahora ese concepto se nos ha quedado corto, pues lo efímero se transforma en algo permanente, y su 'tempo' es cada vez más y más breve. Así pues, estamos condenados a ser observadores de un mundo que cambia a una velocidad permanente. Y la distancia con nuestra mirada no para de crecer, pues mientras todo sigue cambiando a velocidad de vértigo, nosotros debemos permanecer aferrados a una cierta identidad. Obviamente, esto genera la 'anxiety', y, al no poder digerirla, caemos en la perplejidad. Creo que ese es el síndrome más destacado hoy día: vivimos en un bucle entre la ansiedad y la perplejidad.
¡Uf! Suena a no poder bañarse ni siquiera una vez en el río de Heráclito; o, al menos, no poder cruzar hasta la otra orilla ya en el primer baño. Peor aún que el ‘presente inmemorial’, de Jean-François Lyotard... ¿Cómo articular ningún futuro desde esa actualidad tan ciclotímica y veloz?
Es que nunca antes el presente estuvo tan desconectado del futuro. Antaño, el futuro daba más garantías de continuidad: era más pacífico y previsible; pero hoy la pregunta por el futuro es angustiante. Si nos encuestaran a cincuenta personas de cualquier procedencia sobre cómo percibimos el futuro, cada cual diría algo distinto, y, seguramente, ninguna respuesta coincidiría con la realidad. El futuro es un enigma espectral, incluso para el propio Donald Trump [sonrisas de perplejidad]. Si lo figuráramos, el ojo se nos quedaría atravesado por la navaja del célebre fotograma de Buñuel [sonrisas de ansiedad]…
¿Y cómo afecta a cualquier voluntad de trascendencia en la literatura y el arte? La crítica de arte Estrella de Diego afirma que ya nadie quiere ser inmortal, sino que nos basta con ser «inmoribles»…
El arte sigue cumpliendo su función de iluminación y protección frente al caos. Con más radicalidad que cuando lo advirtiera Walter Benjamin, es obvio que ha perdido cualquier aura de trascendencia, y ya nadie puede pedirle, a una obra, más que su rentabilidad inmediata. Ya no tiene el efecto terapéutico asociado a un modelo de belleza universal. Hoy, la belleza está mucho más disgregada, es más subjetiva, y se puede encontrar en cualquier parte…, en un golpe de viento que te ha despeinado o, ¿qué sé yo?, una miga de pan perdida en una mesa abandonada. Cada cual tiene sus episodios de belleza instantánea. A mí me sigue emocionando que Hans Castorp, en La montaña mágica (Thomas Mann, 1924), se ponga a tatarear, hacia el final de la novela, entrando en la batalla, o el Der Lindenbaum de Schubert, el Lied que acompañó su infancia…
También en la Residencia, usted acaba de dirigir el ciclo ‘Thomas Mann: de la montaña al abismo’, con motivo del centenario de la novela. Explica que es el contrapunto de El hombre sin atributos (1930), de Robert Musil, publicada apenas un lustro después, en la renovación y el vaciado del siglo XX, la cima y la sima de la montaña...
Ambos están escribiendo, desde el maltrecho corazón de Europa, en los años veinte, la década más nerviosa y ansiosa de la centuria, tras la Gran Guerra. Mann es pionero en remplazar el escenario del balneario, el espacio emblemático del siglo XIX, por el sanatorio, con sus marcadas connotaciones de salud, física y mental, en entredicho. A través de la figura de Hans Castorp, nos muestra su escepticismo por la formación de la juventud alemana, la incertidumbre que la asola. Musil, desde su condición de intelectual centroeuropeo, tomará una distancia ejemplarizante, con sus honestas reflexiones apartidarias, al margen de las convenciones legitimistas. Hay una anécdota sobre el diálogo imposible entre estos dos gigantes de la literatura que me parece clave para entender, no solo la diferencia entre ambos temperamentos, sino el conjunto de la época, ahora inmersa en una nueva guerra mundial. Ocurrió en 1942, el año de la muerte de Musil, que residía en Ginebra. A Thomas Mann, presidente de la Asociación de Escritores Alemanes, le había llegado la noticia de sus extremadas condiciones de pobreza, y, en nombre de la Asociación, le envió un cheque, que Musil rechazó al instante. Se lo devolvió junto a una elocuente carta en la que, agradeciéndole el gesto, le espeta: «Entre nosotros ha habido siempre una distancia que aprovecho ahora para comentársela. Cuando leo sus obras, tengo la impresión de adivinar en su rostro una sonrisa irónica, al contemplar con sus prismáticos el lento naufragio de nuestra civilización. Yo prefiero identificarme con un sensibilísimo sismógrafo, que registra todos los movimientos y sacudidas de nuestro tiempo». Me parece interesantísima esa oposición de instrumentos para observar la realidad: los prismáticos, que simbolizan el pragmatismo y la distancia del poder, frente a la honestidad y el duro trabajo, a ras de suelo, del sismógrafo. Particularmente, opto por este último, y creo que siguen siendo categorías válidas para medir las opuestas actitudes vitales e intelectuales hoy día.
Entonces, cualquier propuesta artística o entrega literaria, como se dice significativamente, ¿está destinada a ser cada vez más efímera, marginal e invisible para el conjunto de la sociedad?
Es evidente que ya nadie puede enmarcar el mundo en un único texto, como querían naturalistas y románticos. Lo unitario es un espejismo; pero sabiéndolo, no es ocioso intentar recomponer los fragmentos una y otra vez. En eso consiste la creación, que ya poco tiene que ver con la eternidad, tan asociada a la idea de posteridad. Es demasiado larga para ofrecernos garantías de nada... Además, en una sociedad tan atomizada en individuos y en colectivos muy heterogéneos, sería quimérico pretender la visibilidad generalizada que se buscaba antaño. A más rigurosa y ambiciosa sea una obra artística o literaria, resultará más marginal, pero obligará mucho más a pensar, y pensar es una forma de resistencia. No es inútil escribir o pintar en las fronteras, o en las arenas del desierto, como nos enseña Edmond Jabès [Jarauta ha sido el introductor en España del autor de El libro de las preguntas]. No son malos tiempos para comprender que existe un silencio que nace de la experiencia interior, muy fértil para la creación o para contemplar la vida.
En su libro, enaltece el fragmento como la expresión más adecuada. ¿No es un dictado del espacio que conceden las redes sociales? ¿No se corre el riesgo de perpetuar la cultura del picoteo; y de vulnerar la advertencia de Wittgenstein, que decía que «la guinda puede ser lo mejor de un pastel, pero un saco de guindas no es mejor que un pastel»?
Defiendo el fragmento que se piensa, como antídoto contra su banalización; el fragmento como centro del ensayo, que debe permear cualquier otro género literario. Frente a las tesis del clasicismo sobre la unidad de la cultura, y de la civilización, lo que nos queda a nosotros es el fragmento, que se multiplica. El ensayo fragmentario, frente a la falacia de los sueños sistemáticos, como pretende el discurso académico. Ya no podemos averiguar nada, sino por aproximación, de manera errante; no por explicaciones, sino en alusiones infinitas. Es un revulsivo contra toda positivización de los lenguajes artísticos, cuando lo más importante es que muestren su tensión, su versión del naufragio de cualquier discurso totalizador.
Habla también de la vejez, y hasta de la enfermedad, como un cierto espacio de redención, cuando «se calman los fantasmas» y aparece «una libertad soberana», mucho más interiorizada…
La libertad siempre ha sido parte de mi forma de vivir y pensar; siempre la he sentido, desde un cierto anarquismo silencioso, como algo innegociable. Y, en efecto, la vejez reconfirma esa actitud con creces. Claro, no otorga nada si no se ha tenido esa predisposición. El último Gilles Deleuze, ya muy enfermo, dejó escrito en un folio, al que tuve acceso, a través de mi amigo Lyotard, algo que me marcó: «Solamente la muerte nos da el derecho de pensar y decir ciertas cosas». Yo siento esa libertad.
Se lo iba a preguntar desde el principio, pero, sabiendo que somos náufragos fragmentarios, ansiosos y perplejos, y la mayoría, para olvidarlo, con los cascos puestos, es más pertinente hacerlo ahora: ¿Para qué sirve hoy la filosofía?
Para poder recomponer las preguntas. Hoy hay un exceso de exclamaciones y un temor defensivo a hacerse demasiadas preguntas. Lo dijo Agustín de Hipona, y lo adopta María Zambrano: «¿Quiénes somos nosotros? Nosotros somos los que nos hacemos preguntas». Tenemos sed de respuestas, y, a sabiendas de que no terminaremos de saciarla, cada nuevo tiempo exige reformular los interrogantes, y ese es el cometido tutelar de la Filosofía. En las estepas asiáticas, nació un radical etimológico, el término eth, que significa, a la vez, ‘humano’ y ‘sediento’. Somos humanos porque tenemos sed de respuestas y una insaciable curiosidad. Es una de las advertencias más radicales que nos hace también Musil, en El hombre sin atributos: «Cuando ya no tenemos preguntas, nos volvemos póstumos en vida».
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