«Como novelista, a mí me gusta desaparecer, no juzgar, no opinar». Eso dice Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) sobre sus escritos. Doctor en Filología Hispánica, novelista, poeta y ensayista, vuelve a la narrativa con Los que escuchan, un collage de relatos fragmentados que, tirando del hilo de una ficción irreal y, a la vez, inquietante por su cercanía, pone al lector frente a un espejo que muestra aquello que no suele querer ver de sí mismo («o quizá son los otros espejos los que le mienten para venderle algo», apunta). Ansiedad, futuro, lenguaje y realidad son algunos de los conceptos retratados en estas páginas que, editadas por Candaya, examinan con ojo crítico una realidad que no es más que «una posibilidad cuyas alternativas están ahí, esperando en silencio».
La sinopsis de Los que escuchan adelanta todo tipo de escenas y personajes diversos. Usted mejor que nadie para contarlo: ¿qué es lo que encontramos en sus páginas?
Es una novela compuesta por muchas historias aparentemente inconexas que confluyen y se unen en los capítulos finales. Una de las líneas narrativas transcurre durante una cumbre climática en la que ha sucedido algo que ha dejado a los presidentes del G7 en un estado catatónico. Las otras líneas narrativas se centran en cinco personajes de una familia. Todos ellos escuchan un ruido de origen desconocido que altera sus vidas de diversas formas. Pero, en realidad, toda esa compleja trama de historias entretejidas tiene que ver con la idea de futuro. La novela es una pregunta sobre qué idea de futuro hay en esos personajes y en nuestro mundo.
Por su premisa, esta novela parece un grito de auxilio y desahogo contra muchas cosas. ¿Qué le llevó a ella?
Escribí Los que escuchan al ver la ansiedad que invade a casi todo el mundo que conozco. Me preguntaba qué me ofrecía el lenguaje cuando aparecía la palabra ‘futuro’, y lo que encontraba era un hueco, una especie de agujero negro. Tampoco es que nadie pueda pensar mucho en el futuro, cuando el presente es una espiral de trabajo y de competición incesante, de plazos urgentísimos y de pequeños ‘finesdelmundo’ sucesivos de los que parece imposible escapar, y que generan esa ansiedad que quería retratar en la novela. El capitalismo es un sistema abstracto que funciona como un algoritmo programado para conseguir el máximo beneficio, en el menor tiempo, y al menor coste posible. Hay dos parámetros de la realidad que ese programa, esa ‘máquina’ ideológica que domina nuestra vida, no computa: la finitud de los recursos materiales (y la destrucción del planeta que generan la producción y el consumo sin límites), y la salud mental de las personas que se ven obligadas a trabajar más, competir más, formarse más, divertirse más, consumir más, y hacerlo todo, siempre, mejor que el resto. Esas son las dos ansiedades principales que aparecen en mi novela: la ecoansiedad y la ansiedad laboral y competitiva.
¿Ha sido una experiencia catártica volcar en estos personajes esas presiones y ansiedades que menciona?
No entiendo la literatura como catarsis sino como obsesión y desaparición. Crear esta historia y estos personajes no me ha liberado, pero me ha servido para entenderme mejor. Como novelista, a mí me gusta desaparecer, no juzgar, no opinar, sino dejar que el mundo y los personajes se vayan desarrollando. Al hacer esto, como observador o investigador, entiendo muchas cosas de mí y del mundo. Pero entender ciertas verdades no sirve para librarte de ellas.
«Me preguntaba qué me ofrecía el lenguaje cuando aparecía la palabra ‘futuro’, y lo que encontraba era un agujero negro»
En esta novela también disecciona con ojo crítico las relaciones que se dan en la familia. ¿Tenemos, como sociedad, demasiado romantizado el concepto de familia?
«La familia es el opio del pueblo», dice uno de los personajes de la novela. Y lo dice porque la familia es una pequeña burbuja de altruismo y amor dentro de un mundo ferozmente egoísta y competitivo. Hasta el peor criminal es perdonado socialmente si muestra amor por sus hijos. Margaret Thatcher dijo: «No existe la sociedad. Solo existen individuos, y sus familias». Al decir eso, dejó claro que cualquier idea de comunidad y de solidaridad debía ejercerse en la esfera de lo íntimo y lo familiar. Y esa ideología es la que ha triunfado en Occidente: el mundo puede hundirse pero, mientras yo y mi familia estemos bien, nada importa.
Sus novelas parecen poner, no solo al lector, sino al ser humano, frente a un espejo que muestra ‘lo feo’. ¿Qué busca despertar en quienes leen sus historias?
No ‘lo feo’, sino ‘también lo feo’. No ejerzo una deformación esperpéntica al estilo Valle-Inclán. Hay amor, humor, ternura, compasión y bondad también en mis personajes. Pero, cuando llega el momento, no oculto lo feo. En realidad, no hay feo y bonito cuando escribo. Busco solo decir la verdad, mostrar lo que yo veo, sin juzgar, sin adornar y sin ocultar. Si el lector se mira en ese espejo y se ve feo, tal vez es porque los que mienten son los demás espejos, que buscan halagarlo. Y lo hacen para venderle algo, siempre. Yo no busco halagar al lector, ni complacerlo, ni convencerlo de nada.
Como ha comentado, Los que escuchan tiene una estructura particular, con historias breves que tienen como hilo conductor el encuentro entre sentido común y locura. ¿Por qué este estilo fragmentado? ¿Aumenta la sensación de delirio en el libro?
El sentido común es un delirio en sí mismo. Nos parece de sentido común tener almacenadas armas capaces de destruir varias veces toda vida en el planeta. Y, por otro lado, solo hay que ver las reacciones del sentido común frente al calentamiento global y al cambio climático. Creo que la realidad es delirante, y que el realismo literario es solo un género narrativo. Las sociedades occidentales contemporáneas viven en un continuo delirio esquizoide entre unos ideales que solo existen como ficción que nos contamos (somos demócratas, libres, igualitarios, pacíficos, ecologistas…) y una realidad práctica de explotación, control, guerra infinita y destrucción del medioambiente. La estructura de la novela responde a ese delirio global.
Desde las primeras páginas queda claro que esta es una novela sobre el lenguaje, sobre sus límites y, a la vez, sobre sus infinitas posibilidades para construir realidad. ¿Cómo ha tejido la narración de Los que escuchan?
Desde que me hice la pregunta por el futuro, que es el origen de la novela, me di cuenta de que era mi lenguaje, y ese ‘sentido común’, lo que no dejaba a los personajes pensar un futuro más o menos habitable, humano. Sin duda, el lenguaje es el gran tema de la novela. Mi impresión es que la ideología capitalista ha colonizado completamente nuestro lenguaje. Parece que solo entendemos las palabras ‘libertad’, ‘beneficio’, ‘futuro’, ‘mejora’, ‘avance’ de una forma mercantilista. Esto anula cualquier posibilidad de pensar fuera de ese sistema que da forma al ‘sentido común’. Cualquier alternativa, o pensamiento que se desvíe de él, es considerada como ‘utópica’, ‘idealista’, ‘ingenua’ (adjetivos que antes no eran tan peyorativos como lo son ahora). Uno de los personajes de la novela propone que hay que dejar de hablar y dedicarse solo a escuchar. Ese personaje es, por supuesto, un loco.
Además de novelista, también es poeta y ensayista. ¿Se mueve cómodamente entre géneros?
Respeto los géneros y me muevo cómodamente entre ellos. Es decir, Los que escuchan es una novela, una ficción narrativa con personajes y trama. Pero también me gusta la contaminación. En esta novela hay fragmentos muy líricos, e incluso hay también pequeños ensayos intercalados. Para mí, lo más importante es la escritura, el ritmo y la tensión del lenguaje.
¿Qué le aporta cada uno de esos formatos de escritura?
El ensayo aporta siempre la dimensión más teórica, pero esta suele ser fría y con tendencia a moverse en el territorio de las verdades eternas. La poesía es la esencia sin contexto, que crea su propio significado en el ritmo y la combinación. La novela me permite aportar ese contexto social e histórico que la poesía suprime; y también puedo, a través de la narrativa, suplir con elementos temporales, vivos y dolientes las realidades humanas que el ensayo teoriza de forma abstracta.
Pedro Pujante equiparó, en este mismo diario, Factbook: el libro de los hechos con Black Mirror. Los que escuchan despierta en el lector esa misma inquietud al tratarse de escenas ficticias que aterran por su cercanía y posibilidad. ¿Es la ficción la mejor manera de afrontar, sin trincheras posibles, la realidad que se nos viene encima?
La ficción ofrece una distancia y un extrañamiento que me posibilita pensar mejor la realidad, ver las cosas más claras. Al fin y al cabo, para crear un mundo, antes hay que desmontar este, y volver a montarlo después de mirar y sopesar muy bien las piezas. Y, al deconstruir el mundo en la página en blanco, es más fácil comprobar que la realidad es solo una posibilidad, y que las alternativas están ahí, esperando en el silencio de un lenguaje que está por llegar. Todo sistema social e ideológico es una ficción que ha terminado convirtiéndose en realidad.