La tercera edición del Visor Fest se despide con una ligera sensación agridulce, tras el fiasco – el tormento- de la actuación de Echo and The Bunnymen (por el estado de ¿embriaguez? de Ian McCulloch, que echó por tierra las expectativas depositadas en el grupo de Liverpool), y el éxtasis de la actuación superlativa de Suede, con un Brett Anderson extraordinario, que se entregó sobremanera; será casi imposible de superar este año.
Suede no se duermen en los laureles. Estrenaban su último álbum, “Autofiction” (en palabras de Brett Anderson, post-punk “retorcido” y “valiente”); de él hicieron algunas canciones y, aunque no todas son típicamente Suede, funcionan. Siempre logran el equilibrio entre promocionar material nuevo, interpretar sus mayores éxitos y ofrecer sorpresas (“Shes in fashion” la hicieron en acústico con dos guitarras).
No puedes quitar los ojos de encima a la exuberante exhibición de pura energía visceral y pasión que mostró el ágil y siempre joven Anderson (pronto cumplirá 56). Sigue tan en forma y frenético como siempre. Saltó la barrera, repartió abrazos y compartió micro asegurando momentos inolvidables, todo con la elegancia suave de icónico líder que nunca le ha abandonado. Sólo mirarlo agotaba, y al mismo tiempo llenaba de una sensación de efervescencia ilimitada. Es un maestro del espectáculo, rezuma carisma y le da al público exactamente lo que quiere. Acechaba desde el escenario como un poseído, y cuando se inclinaba hacia los fieles con los brazos extendidos hacía pensar en “Rock'n'Roll Suicide” de Bowie. Absolutamente fascinante.
Decididos a no transformarse en una banda de covers de ellos mismos, Suede apuestan por la potencia, así que arrancaron con “Turn off your brain and yell”, arrebato de garage espiritual que funde post punk, glam, noise y rock gótico; no pasó mucho tiempo antes de que irrumpiera “Trash”, un himno de unión para los insatisfechos. Y regalaron joyas inmaculadas y eternas como “Animal Nitrate”, “Metal Mickey”, “So Young” o “The Drowners”, llenas de sofisticación e inteligencia; desde la felicidad vertiginosa descendimos por la montaña rusa emocional cuando Brett cantó “She still leads me”, dedicada a su madre. Tocaban cada canción como si de ello dependieran sus vidas. Richard Oaks brindó poses de guitar-hero mientras incendiaba la Fica con riffs; Neil Codling en la guitarra y los teclados fue la frialdad personificada, como de costumbre; Mat Osman brindó una demostración inquebrantable de precisión con el bajo, y Simon Gilbert traía el estruendo.
Hay como un deje de ansiedad en la fiereza de Suede: tocan como si intentaran demostrar algo, y en el Visor Fest flotaba un vigor reconfortante cuando sonaban “We are the pigs“, o “She”. El final de la velada no podría haber sido otro que “The Beautiful Ones”, en versión karaoke, iniciada por los lalalas que Brett lanzó y fueron inmediatamente secundados por el público. Fue el himno que unió a todos cantando al unísono, la euforia febril. El glamour se paseó por el filo de la navaja, sin medias tintas, derrochando (si cabe más todavía) pura pasión.
Suede tienen un repertorio inoxidable, sus canciones hablan por ellos. Su regreso triunfal en el Visor Fest, rebosante de fervor y emoción desenfrenada, perdurará en la memoria. Pudimos volver a casa con buen sabor de boca.
Pese a que el último trabajo de Echo and The Bunnymen podría catalogarse como un ejercicio de nostalgia innecesario -“The Stars, The Ocean & The Moon” aportó alguna que otra revisión interesante – no podíamos imaginar lo que sucedió. El grupo (o mejor dicho, los miembros originales Ian McCulloch y Will Sergeant) está de gira con su clásico álbum “Ocean Rain” (1984), que en la época desafió expectativas. El concierto, de apenas una hora, fue marcadamente retrospectivo: de las 13 canciones, la mayor parte procedían de los años 80, empezando por la tensión post-punk de “Going up”, de su primer disco, “Crocodiles”, de donde salió también “Rescue”. Ian, Will y sus compañeros recibieron una vez más una bienvenida de héroes. La guitarra de Will Sargeant, suministrando tramas inquietas a piezas tocadas por una solemnidad marcial, ahí seguía incólume, pero lo primero que escuchamos de McCulloch fueron balbuceos incoherentes para sí mismo; no me habría extrañado que dijera: “Hola, somos Echo y los burundeses”. El vocalista de Echo & the Bunnymen siempre ha sido un cantante espectáculo, pero se vivieron momentos de zozobra mientras demostraba ser un experto en el personaje de libertino escandaloso que suele interpretar.
Lo que hacen en directo los Bunnymen les funciona. Tienen espacio suficiente para jugar con una amplificación devastadoramente intensa que los refuerza como un gran grupo, con corrientes subterráneas neo-psicodélicas borboteando en la oscuridad.
El aprecio por el artista siempre lo atempera el miedo a que no sea lo que una vez creíste que fue; a no conectar con su música como antes. El peligro de que la nostalgia ocupara el lugar de la emoción se cernía sobre el concierto, pero, conforme avanzaba, se vio que lo peor era la ebriedad de McCulloch. Poniéndonos románticos, parecía invocar al Rey Lagarto: el espíritu de Jim Morrison se apoderó de él. Venía a la memoria Amy, o la colosal borrachera de Arthur Lee en el FIB, o el famoso “incidente de Miami” con Jim Morrison tambaleándose borracho en el escenario. La tensión era palpable mientras subía la frustración y todo el mundo esperaba escuchar 'The Killing Moon”, que aquí resultó entre melodramática y patética, aunque aún en esas circunstancias de ebriedad, y con la media luna en el cielo, mantenía algo de encanto.
Bajo las luces tenues, el magnetismo personal de McCulloch seguía atrayendo a pesar de su actitud autodestructora, sin parar de beber mientras Sergeant lo vigilaba, desgranando con su guitarra esa inolvidable melodía (¡qué gancho!) “Nothing Lasts Forever” se transformó en un cruce con “Walk On The Wild Side” de Lou Reed. Si hubieran terminado con “The End” lo habrían dejado más claro.. Hacia la mitad del concierto la esencia de Ian McCulloch simplemente había desaparecido, pese a temazos - la discografía de Echo & The Bunnymen es un mapa de la desolación- como “Seven Seas”, “The Cutter” o “Lips Like Sugar”, con la que se fueron. Mcculloch se marchó de malas formas. Tal vez un momento de lucidez le hubiera valido para comprobar que había malgastado una hora de su vida. Espero que no sea una camisa de fuerza para Echo and The Bunnymen, que no haya demonización, que este no sea el último concierto, y que los que quedan por dar sean, como de costumbre, magníficos. Aquí McCulloch fue una sombra de su sombra.
Solera y clase
Hasta que salieron Echo and The Bunnymen todo discurría felizmente. Si hay una banda que tiene, a la vez, los pies en el suelo y el estatus de estrellas de rock, esa es Nada Surf, el grupo que componen Matthew Caws, Daniel Lorca, Ira Elliot y su amigo y colaborador desde hace tiempo Louie Lino: músicos que pueden dominar los escenarios de festivales de todo el mundo y conectar con el público a nivel personal, conscientes hasta el final de la humanidad compartida. Su secreto es no ir de nada que no sean. Es más, siendo de Nueva York suenan a Madrid, a noche de copas con amigos.
Hubo momentos de calma, pero no de hastío. Empezaron tocando “Popular”, de sus inicios, seguida de “Hi-speed Soul” y el ruidoso sonido de baja fidelidad vintage de “The Plan”. Un principio lleno de fuerza que puso en combustión el ambiente. Luego intercalaron entre temas más antiguos, como “Killians Red” o el lirismo de la irresistible “Blonde on blonde”, algunas de sus joyas más recientes (“Mathilda”); canciones que apelan a la soledad y a la esperanza, sencillas melodías que te devuelven, soñador pero bien despierto, a esa especie de inocencia perdida adolescente.
Nada Surf se encuentra en un momento creativo especialmente dulce. "Looking for You" y "Something I Should Do" (una canción de powerpop demoledora con melodía insistente y una parte recitada que sugiere a Tom Petty) les acercaron a los bises. Volvieron con “So Much Love”, tan romántica como luminosa, que recuerda que el amor y la conexión están en el aire, y celebra la buena voluntad entre las personas. De poco sirvió, para evitar la catástrofe que vino después de ellos. Música cálida para una noche templada, que hizo falta; una gran sesión de rock’ n' roll, testimonio de solera y clase, que se recuerda con agrado.
Los albaceteños Mercromina (el único grupo español del cartel) abrieron la segunda jornada. Este año lanzaron 'Empezar de Cero como si nada”, primera canción que publican desde 2015, cuando revisaron el EP “Ciencia Ficción”. Además, el nuevo álbum en solitario de Joaquín Pascual, “Baladas para un atraco”, llegaba con el regreso discográfico de Surfin’ Bichos todavía humeante.
Joaquín Pascual ('Membri') está en ebullición y ha reunido a la banda, lo que significó una nueva ocasión para ver a uno de los mejores grupos españoles de las últimas décadas. Mereció la pena “madrugar” un poco. Casi sería lo de menos decir que el concierto de Mercromina fue una maravilla, con emoción, entrega y riqueza sónica inigualables. Entre olas de reverberación las canciones cuentan muchas cosas. Electricidad desbocada, la justa; más bien toneladas de sentimientos y matices que provocaban una especie de melancolía reconfortante.
Mercromina siguen ahí, con un directo de labrado prestigio, impecable, bonito, que plasmó esa impresión de experimentar controlando lo que hacen: canciones frágiles envueltas en capas de ruido llevado al límite, al más puro estilo My Bloody Valentine. Se miran, sonríen, disfrutan, y nos hacen disfrutar. Invitaron a Modesto Colorado a cantar con ellos “Cacharros de cocina”, y para el final guardaron "Evolution", de la que Nada Surf hicieron una versión, y que cantó con ellos Matthew Caws. Antes había sonado "Lo que dicta el corazón", deliciosa, y dejó uno de los momentos más envolventes. Lo de Joaquín Pascual y Mercromina es lo que dicta el corazón, y, como cantaban Aguaviva, el corazón es quien manda. Aunque alejados del gran público, son una de las más atractivas bandas de nuestro underground particular. Solo por haber escrito una canción tan memorable como “En un mundo tan pequeño” merecen figurar entre los grandes.
Larga vida al Visor Fest y a sus protagonistas. Espero que la nefasta actuación de Ian McCulloch no empañe la imagen de Echo and The Bunnymen ni, por supuesto, la del festival.