Que las relaciones tóxicas engendran monstruos, cebándose a menudo con los eslabones más débiles, es una verdad atemporal que la Medea del yeclano Paco Azorín –estrenada este martes en el Teatro Real– ha denunciado con una propuesta de final apoteósico que fue aplaudido durante más de ocho minutos por el exigente público del coloso madrileño, entre el que estaban los reyes.
Es el séptimo año consecutivo en el que sus majestades Felipe y Letizia presiden la apertura de la nueva temporada operística. Una fecha señalada que no quisieron perderse tampoco otras personalidades de la vida política, económica, social y cultural, como la presidenta del Congreso de los Diputados, Francina Armengol; el ministro de Cultura en funciones, Miquel Iceta, y el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida.
Todo ellos fueron recibidos por esa «ventana al cielo de Madrid» que el artista catalán Jaume Plensa ha abierto mediante una videoproyección en la cúpula de la Sala Principal, una creación que por primera vez ha desviado tantas miradas hacia el techo como hacia el palco real o el patio de butacas en busca de rostros famosos (como el de Isabel Preysler). Y mientras, en el foso y a los mandos de la Orquesta del Teatro Real, el infalible director titular de la formación, el británico Ivor Bolton, quien avaló para esta primera representación en Madrid una versión inédita propuesta por el musicólogo Alan Curtis por ser «más fiel» a la música original de Luigi Cherubini, frente a aquella Medea romántica que inmortalizó Maria Callas (a la que van dedicadas estas funciones en el año del centenario de su nacimiento).
Forzado por los condicionantes de la época en que fue estrenada, el París de 1797 inmediatamente posterior a la Revolución Francesa, Cherubini no encontró cómo sufragar una ópera íntegramente cantada y hubo de presentar una opera comique con partes habladas que en años sucesivos se sometió hasta a diez versiones que alcanzaron gran éxito pero que deformaron su espíritu. Por eso se optó por la de Curtis, en francés como la original y completamente cantada; una pieza más trágica, más cerca de Haydn –y mucho menos de Donizetti–, y que, en manos de Azorín, como director de escena, se presenta como una obra descarnada y articulada en torno a lo que él llama «los grandes olvidados de la historia, los niños». Omnipresentes durante todo el montaje a través de dos notables jóvenes actores, su intención de levantar la voz frente a la violencia vicaria se hace inapelable ante mensajes proyectados en pantalla como este: «La OMS calcula que cada año mueren por homicidio más de 40.150 menores de 18 años, muchos de ellos como resultado de malos tratos por parte de sus madres, padres o cuidadores».
Especialmente llamativa fue también la escenografía, con una compleja estructura metálica de 26 metros de altura que encierra un ascensor como metáfora del descenso a los infiernos de los protagonistas y con artistas de parkour a modo de furias. «La época mítica no es simplemente un tiempo pasado sino también un presente y un futuro», decía el antropólogo Adolphus Peter Elkin, un pensamiento que rescata Azorín para justificar la «atemporalidad» del mito grecolatino de Eurípides, que queda también patente por medio del vestuario de Ana Garay (un mundo cuajado de anacronismos en el que conviven telas clásicas, trajes de boda románticos, monjes ortodoxos y antidisturbios).
En un papel especialmente complejo tanto por su extensión como por sus necesarias acrobacias vocales entre graves y agudos –parte de ellos de rodillas–, la soprano italiana Maria Agresta se puso en la piel de Medea junto al tenor Enea Scala (Jasón), la mezzosoprano Nancy Fabiola Herrera (Néris), el bajo Jongmin Park (Creonte) y la soprano Sara Blanch (Dircé) en los papeles principales. Para ella especialmente, así como para Park, han ido muchos de los aplausos y algunos «bravos» recogidos entre el público al término de una representación llena de tensión y que ha explotado de manera apoteósica al final de todo este relato, contra cuya interpretación puramente heteropatriarcal se rebela Azorín.