Reportaje

El efecto Matilda: Raquel Forner

Raquel Forner.

Raquel Forner. / L. O.

¿Qué sucede cuando todos a tu alrededor parecen haber perdido el rumbo, cuando la nada ocupa el espacio de la vida, el terror se hace poderoso abriendo su paso entre el dolor y la devastación con su sola presencia provoca la ira de la muerte? Pues que todo se derrumba de manera inevitable. Madres e hijas, hermanas y esposas alzan la mirada perseguidas por un ejército de muertos, mujeres llorando por la vida pero también por la pérdida, una paloma blanca herida vaticina el desenlace que todos esperan, el futuro es incierto, ya no hay esperanza, y ellas siguen ahí, esperando, llorando, asustadas, angustiadas. Buscan algo que les de fuerzas para continuar, pero todo su mundo se ha desmoronado, el libro que narra la historia de la civilización tiene sus páginas rotas, ya no quedan historias que contar, y en un último intento de salvación la mano herida de Jesús trata de seguir sujetando el mundo pero es imposible; la guerra terminó con todo.

Este despliegue del horror marcó el inicio de la vida artística de la pintora argentina Raquel Forner, El drama fue una de las obras que formaron parte de su serie España, iniciada en 1937 y prolongada hasta 1946 con alusiones a la Segunda Guerra Mundial. Ella misma confesó que solo a partir de aquel momento fue cuando sintió que se había convertido en una verdadera pintora. La Guerra Civil Española marcó especialmente su vida, ver cómo morían sin ningún motivo muchos de sus familiares y amigos fue algo que transformó su arte hasta tal punto que no solo cambió su manera de pintar, sino que sus historias se convirtieron de algún modo en la voz del pueblo que sufría. «Necesito que mi pintura sea un eco dramático del momento que vivo», dijo, y así fue, sus escenas eran una verdadera declaración de intenciones, una crítica a la guerra sin ningún tipo de concesión, dura y real, como lo era la vida de todos ellos, dominada por la confusión, la oscuridad y el dolor.

'El drama'.

'El drama'. / L. O.

La sangre española corría por sus venas –de padre valenciano y madre con raíces vascas–, así que no es raro que el conflicto le afectara a todos los niveles. Fue precisamente en su primer viaje a España, con solo trece años, cuando al descubrir a los grandes maestros del Siglo de Oro quedó deslumbrada hasta tal punto que se dijo a sí misma: «Voy a ser pintora… y la mejor del mundo». Al regresar a Buenos Aires se gradúa en Bellas Artes y poco después comienza a trabajar como profesora de dibujo en la Academia Nacional de Bellas Artes al mismo tiempo que en su propio estudio. 

En un momento de cambios, de ebullición en el arte, donde la vanguardia y la modernidad se alzaban como musa inspiradora de las jóvenes generaciones de artistas, era casi una necesidad para estos creadores viajar a Europa para empaparse de primera mano de esas nuevas tendencias, así que en 1929 viaja nuevamente con su familia hacia París. Allí entró en contacto con otros artistas argentinos como Lino Enea Spilimbergo, Antonio Berni, Horacio Butler y Alfredo Bigatti, con los que formaría el llamado ‘Grupo de París’ en busca de una renovación del arte tradicional.

Tres años más tarde regresa a Buenos Aires contagiada de esos nuevos aires que poco a poco le hicieron evolucionar hacia una obra más basada en las emociones que en la propia pintura. Al igual que Europa, la capital argentina también sufrió esa ‘lucha’ entre tradición y modernidad: los seguidores de un arte más clásico guiados por unos preceptos naturalistas no entendían esa otra manera de interpretar las formas, aunque en el caso de Raquel Forner su transformación artística siempre se entendió como una renovación positiva con la figura de la mujer como eje principal.

'Mujeres del mundo'.

'Mujeres del mundo'. / L. O.

Demostró un gran compromiso y valentía no sólo por recrear este tipo de escenas, con esa dura carga de crítica social y política, sino también por la fuerza de su pintura y la manera que tuvo de enfrentarse a ella. No era normal que una mujer artista pintara de esa manera: las formas de sus figuras, envueltas en un indescriptible dolor, parecen incluso querer traspasar la propia frontera del lienzo. Es tal su potencia pictórica que cuesta mantener la mirada, pero a pesar de esa secuela del horror existe algo armónico en ellas, un cierto ritmo en ese deambular de la muerte que en su conjunto parecen formar las partituras de una extraña canción, seguramente influenciada por sus estudios de música.

Aunque de pequeña siempre tuvo muy claro que nunca se casaría para no tener que cambiar su apellido, finalmente lo hizo en 1936 con su compañero y amigo el escultor Alfredo Bigatti, un compromiso basado en el respeto muto y entendimiento que le permitió poder conservarlo. Se trasladaron a una casa diseñada exclusivamente para ellos por el arquitecto Alejo Martínez, uno de los más modernos del momento, ubicada donde se dice había nacido el gran poeta Esteban Echeverría, fundando allí la que sería la primera academia libre de enseñanza plástica.

Tras esa primera etapa de búsqueda de un lenguaje propio y el drama de un segundo periodo marcado por la guerra, encontró al fin algo de esperanza cuando en 1957 lanzaron los primeros satélites: el principio de la era espacial supuso para ella considerar la opción de que existía un nuevo futuro para el hombre. La angustia y la desesperación dejaron paso a la utopía, a la idea de que es posible empezar de nuevo y así los matices grises, marrones y oscuros evolucionaron hacia una verdadera explosión de color con obras como Lunas, donde la figuración se vuelve cada vez más abstracta. Comprada por el MoMA, esta pieza formó parte de la Bienal de Venecia en el año 1958.

Toda su vida fue un ir y venir de premios y distinciones, siempre tuvo claro que debía ganarse el lugar que le correspondía como artista y para eso no debía ser tratada de forma distinta al de sus compañeros, sin tener que hacer ningún tipo de discriminación por el hecho de ser mujer. Se negó a que la llamaran pintora porque al hacerlo desvirtuaban su verdadera imagen por otra que en nada se correspondía con ella… Pintar flores de manera grácil no era lo suyo, por eso nunca participó en los habituales salones de pintura femeninos. «Soy un pintor como cualquier otro», decía; «Mi lenguaje es el arte, pero mi corazón es el de la vida», el de una artista comprometida hasta el último instante.