Le Fumoir

Lapérouse

Lapérouse

Lapérouse / Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

Raro es el habitante de esta ciudad, raro el sufrido arrendatario de un piso más caro que diez hijos tontos, que no haya tenido la desagradable experiencia de vivir con ratones bajo su techo. En París, se trata de un bautismo, de un rito de paso, de algo inexorable como el Apocalipsis. No se trata de «si», sino de «cuándo». No puede uno decirse parisién hasta que no pasa por ese trance. Ante él, como ante casi todo en la vida, caben dos opciones: afrontarlo o evitarlo. Mi psicóloga dice que pertenezco claramente al grupo de los evitativos, manera cordial y freudiana de decir ‘cobarde’. Sea. Para evitar encontrarme a los roedores correteando alegres por el pasillo como Anna Karina en la gran galería del Louvre, he decidido pasar más horas fuera de casa. La noche me llevó ayer a Lapérouse, un local de 1766 junto al Pont Neuf, que luce en su frontispicio, en letras de ese oro que barniza esta villa y antigua corte, un blasón que es toda una declaración de intenciones: ‘Maison de plaisirs’. Sé lo que están pensando, pero Lapérouse no es, ni consta que fuera, burdel, lupanar, casa de citas ni cueva de lenocinio. No. En ese caso, no se haría mención a su fondo de comercio en la fachada, pues bastaría un tímido farolillo rojo para que los parroquianos se orientaran en su niebla vital. Lapérouse es hogar de hedonismos variados y burgueses, en la mejor tradición francesa del gusto por la buena mesa y por l’amour. A él acudían senadores, industriales y demás prebostes con sus cocottes. Hoy es un club al que solo se accede tras el escrutinio implacable de un sampedro envuelto en abrigo de astracán. Una vez ese caronte le franquea a uno el paso, accede a un minúsculo recibidor tapizado de sensualidad y flores frescas. Subiendo la escalera hay un restaurante alejado del bolsillo del ciudadano medio que me resigno a ser, pero uno peculiar, por cuanto los trescientos euros del cubierto dan a sus clientes derecho a unos pequeños comedores reservados, dieciochescos y con aire de boudoir. Logias de adúltera intimidad y sofisticación, a los que el camarero sólo accede tocando una campanilla. Tras la mesa de comer, impecablemente puesta, decoran la exigua estancia unos sofás con damascos, muy a propósito para el cortejo. En la planta baja hay un exquisito bar que invita sutilmente a la concupiscencia. Al empezar la suaré, toca el piano con devoción sacerdotal una bella holandesa de ojos soñadores, nariz a cincel y bonito recuerdo, a la que no esperaba encontrarme ahí. La invité a champán, como manda Sabina, y solo entonces volvió su dulce rostro del teclado, sin parar su jazz meloso. Más tarde, un pinchadiscos hace bailar desde su púlpito a los habitués, modelos de piernas zancudas y talle juncal, melena infinita y sonrisa rácana, y hombres que recuerdan a Patrick Bateman, de rostro antaño bello y hoy demacrado por la blanca noche. Unos y otras se atusan la nariz al salir del baño, como quien sale del confesionario sin propósito de enmienda, mientras otros bailan con un pie en la diversión y otro en la decadencia. Junto a las maniquíes y los millonarios, habitan ese salón ayer literario y hoy coqueto boliche toda una corte de los milagros de influencers de audaz estilismo, gremial misantropía y miles de euros en prendas de Balenciaga; famosos de vellón y Tik Tok que acaso debiera conocer y de quien no tengo el gusto. También son de Dios, faltaría más. Recuerdan a aquellos dandis de los albores del Directorio que se hacían llamar «les inc(r)oyables et les me(r)veilleuses», y que no pronunciaban esa erre que fue la inicial de sangre de Robespierre y su república de terror y degollina. Fenecido el Setecientos, aquellos advenedizos tomaron por moda hacerse pasar por cojos, tuertos o jorobados, en una burla frívola del Zeitgeist de aquella Francia híspida y revolucionaria que Victor Hugo –habitual del local– describiría años después de forma cruda y magistral en Noventa y tres.

Lapérouse es una de tantas instituciones que son el cuento de esta ciudad. Garitos que nos dicen que trescientos años no son nada, y que nos advierten que lo efímero somos nosotros. Panteones del cachondeo que nos regalan un baño de humildad mojado en champán, un memento mori con música de Daft Punk.

Y volví solo a casa, como casi siempre, andando la unánime noche por la izquierda del Sena a menos dos, para escapar de esa hoguera de vanidades mientras sonaba Veridis quo en mi cabeza.

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