Por un cine Rex vivo

Iglesia, censura y cine Rex

Gilda

Gilda

Pascual Vera

Pascual Vera

En los primeros momentos del franquismo, inmediatamente después de la Guerra Civil, el Obispo de Pamplona ya había advertido lo que pensaba la iglesia sobre el cine, llevando implícito en su juicio dónde podían meterse los pecadores el Séptimo Arte, y rogando porque desaparecieran todas las salas de cine, a poder ser pasto de las llamas luciferinas: “Son los cines tan grandes destructores de la virilidad -sic- moral de los pueblos, que no dudamos que sería un gran bien para la Humanidad el que se incendiaran todos… En tanto llegue ese fuego bienhechor, ¡feliz el pueblo a cuya entrada rece con verdad un cartel que diga: ¡Aquí no hay cine!”.

Pero todo era empeorable en cuanto al juicio que despertaba en los clérigos el cine: el Padre Ayala abundaba en esta idea, pero adornándola con más truculencia: “No se debe ir [al cine] ni a las películas buenas. El cine es la calamidad más grande que ha caído sobre el mundo desde Adán para acá. Más calamidad que el diluvio universal, que la guerra europea, que la guerra mundial y que la bomba atómica. El cine acabará con la humanidad.”

Durante décadas, los periódicos españoles se hicieron eco en la cartelera de aquella vieja calificación moral de las películas. Si la calificación era 1 o 2, la podían ver los jóvenes; las películas de 3 sólo los mayores de 18 años, y 3R, para mayores con reparos, se suponían aptas sólo para las personas de sólida formación.

Pero luego estaban las de 4, gravemente peligrosas para la moral. Ay, las de cuatroooo, esas sí que eran malas. Aquellas que hacían condenarse a los espectadores para siempre, salvo confesión. Pero si, pongamos por caso, un espectador salía del Rex después de haber visto “Gilda”, “Arroz amargo”, “La Dolce vita”… y de regreso a su casa, yendo ya por santa Eulalia, por ejemplo, le caía una teja en la cabeza, iba directo a las calderas de Pedro Botero.

Cuando, a mitad de los años 50, un periodista extranjero entrevistó a Gabriel Arias Salgado, ministro de Información y Turismo y le recriminó la censura que se ejercía en España sobre las películas, éste le contestó: “Diga usted lo que quiera, pero le voy a hacer una revelación: antes de que implantásemos estas nuevas normas de orientación el noventa por ciento de los españoles iban al infierno. Ahora, gracias a nosotros, sólo se condena el veinticinco por ciento de los españoles”.

Gilda

Gilda

Si hacemos cálculos, después de tanta precisión, el cine condenaba en los años anteriores al franquismo a alrededor de 27 millones de españoles, mientras que, gracias a la censura franquista, tan feroz siempre con el tema sexual, se había reducido esta cifra de los condenados al fuego eterno por obsesos y libidinosos a siete millones y medio. Es decir, casi 20 millones de españoles salvados gracias a la sencilla costumbre de no ver tetas ni escotes.

Poco a poco, el público se colocó frente a la censura y pitaba en las salas, con la protección que daba la oscuridad en las que estaban sumidas. Todo atisbo de censura, como los besos esquilmados en cada película cuando se veía dos rostros que se iban acercando para separarse antes de haberse tocado o gestos que se interrumpían apenas iniciados, era premiado con sonoras protestas.

Así, en la proyección de “Gilda”, de cuyos peligros nos advirtieron censores seglares y eclesiásticos se corrió el rumor entre los murcianos que la habían visto en el cine Rex que el guante era sólo la primera prenda que se quitaba la despampanante Rita Hayworth, y que el resto del desnudo lo habían prohibido aquellos censores, de cuya existencia tan cercana, en un pequeño cine semejante al Rex de sus amores, y escondido en unas arcanas dependencias del Teatro Circo, eran totalmente ajenos. Sabían que se estaban condenando, pero ya que lo hacían, querían ver a la Hayworth con la menor ropa posible.

En Murcia, nuestros paisanos pudieron al menos condenarse por sí mismos llenado sus retinas con aquel cuerpo concupiscente y lleno de curvas de Rita en junio de 1948 en el cine Rex, y días después tuvieron ocasión de volver a pecar en el Cinema Iniesta. En Málaga, sin embargo, como en tantas otras ciudades españolas, no pudieron hacerlo, pues docenas de personas, indignadas, causaron altercados a las puertas del cine, lanzando contra ellas y sus taquillas todo tipo de utensilios, entre ellos tinteros de tinta netamente azul abiertos lanzados por gente ataviada con camisas del mismo color.