El azar o la casualidad han sido muchas veces protagonistas de grandes descubrimientos en la historia del arte, ese momento inesperado, fortuito y hasta mágico en el que por algún motivo extraño aquello que no se buscaba aparece de manera reveladora, esto se conoce como ‘serendipia’. Los más increíbles hallazgos han sido producto de ese caprichoso destino que siempre se oculta en los rincones menos predecibles los más valiosos objetos, sótanos y áticos, o lúgubres buhardillas, que han sido testigo de grandes momentos de serendipia.
Algunas de estas historias nos siguen sorprendiendo, como el hallazgo en 2014 de la obra Judith y Holofernes, de Caravaggio, descubierta en Tolousse cuando los dueños del inmueble decidieron reparar las goteras del techo, y de repente se hizo el milagro, ahí estaba, escondida en una zona sellada de la estructura, o aquel Van Gogh que estuvo durante sesenta años acumulando polvo en Noruega desde que en 1908 el embajador de Francia le dijera a su dueño que era falso, abandonando así la gran obra en un acto casi de vergüenza.
En ese misterio que envuelve la serendipia el caso de la inglesa Evelyn Dunbar es realmente impresionante ya que fueron ni más ni memos que quinientas las obras que estaban olvidadas en el ático de una granja. En realidad sus descendientes sí sabían que se encontraban allí, pero nunca les dieron valor, eran tan solo los cuadros pintados por una tía suya. Solo cuando en un programa de antigüedades de la BBC hicieron una tasación de una de sus pinturas entre 40.000 y 70.000 libras fue cuando la figura de aquella mujer de mirada afable regresó de nuevo a la mente de sus herederos. Tras su muerte en 1960, con tan solo 53 años, su marido se volvió a casar y desmanteló su estudio regalando sus cosas entre familiares y amigos. Lienzos, dibujos, apuntes…, todo se desvaneció entre demasiadas manos que nunca valoraron la calidad del trabajo de Evelyn hasta aquel decisivo día.
Se podría decir que esta artista tuvo una vida de lo más sosegada, no hay momentos dramáticos o circunstancias personales extrañas. Su madre, aficionada a la pintura y la jardinería, le trasladó su pasión por el arte, aunque ella estudió en diferentes escuelas y por tanto su formación fue mucho mayor. Le gustaba el campo y la naturaleza, y era extremadamente espiritual, seguidora de la Iglesia de Cristo Científico, cuya doctrina busca demostrar la verdad de Dios a través del conocimiento empírico, y predica el amor divino, universal, eterno, que no cambia, y que no causa el mal, la enfermedad ni la muerte.
El trabajo de su padre como sastre obliga a la familia a trasladarse en 1913 a Rochester, donde Evelyn consigue una beca para estudiar en la Royal College of Art de Londres, graduándose en 1933. A partir de ahí recibe múltiples encargos siempre relacionados con la ilustración, como el de la revista Country Life para la que realiza un libro mensual de citas con textos literarios elegidos e ilustrados por ella con dibujos en tinta, o las cuarenta plantas que pintó para otra publicación botánica, además de diferentes pinturas murales.
En 1938 abre The Blue Gallery en el primer piso del gran local donde se ubicaba la tienda dirigida por sus hermanas Marjorie y Jessie, donde no sólo mostró sus trabajos, sino también los de otros artistas, incluso los de su madre, aunque cerró pocos meses después.
A pesar de que Evelyn Dunbar era un tanto conocida, lo que supuso su mayor reconocimiento fue su nombramiento en 1940 como artista de guerra oficial por el Comité Asesor de Artistas de Guerra. Fue la única mujer contratada para tal efecto, asalariada y a tiempo completo; ese mismo año conoce también al que sería su marido poco tiempo después.
Con esa serenidad que caracteriza toda su pintura, plasmó en multitud de obras la contribución de las mujeres en la Segunda Guerra Mundial, sobre todo el trabajo de las Women’s Land Army, organización encargada de llevar a las mujeres a trabajar al campo para reemplazar a los hombres que fueron llamados al ejército, eran conocidas como las Land Girls. Además, también retrató a todo el cuerpo auxiliar femenino del Ejército del Aire Británico, encargado de la cartografía aérea y la meteorología, los hospitales, el trabajo de las enfermeras y, en general, del día a día de las mujeres durante el conflicto.
Para lamento de ella, Evelyn y su esposo dejaron Oxford y se mudaron a Kent en 1950 debido a la designación de este como profesor de economía hortícola en Wye College, el campus agrícola del Imperial College de Londres, consecuencia que la obligó a abandonar su puesto como profesora en las escuelas de arte de Oxford y Ruskin, y por tanto apartarse del círculo artístico que tanto la había nutrido hasta ese momento para irse a vivir a una granja apartada de todo. Esa nueva vida solitaria consiguió entorpecer su carrera ya que la mayor parte de su trabajo se quedaba en el estudio sin que nadie pudiera verlo.
Antes de morir, una de las últimas obras que pintó fue Otoño y el poeta, un regalo para su marido que habla del renacimiento, de la capacidad de renacer de la naturaleza, precisamente la misma obra que la sacó del olvido, aquella que apareció en el famoso programa recordando que una vez hubo una artista llamada Evelyn Dunbar, tal y como la describió sir William Rothenstein, director del Royal College of Art, «una artista con verdadero genio» cuyas obras son como lo era ella, tranquilas y de pasión contenida.