Cuento

Una historia de Navidad

Es tiempo de celebración, de familia, pero también de ayudar al prójimo y, por qué no, de reivindicación; de la mujer y del arte, y de cómo a veces (y solo a veces) el talento vence a los prejuicios

‘Sin nombre y sin amigos’ (1857), de Emily Mary Osborn.

‘Sin nombre y sin amigos’ (1857), de Emily Mary Osborn. / L. O.

Desde bien pequeña sintió una gran curiosidad por el mundo que la rodeaba, esa mágica complejidad de animales y plantas que ante sus vivos ojos se transformaban en simples y sencillas formas sobre un papel. Para ella nunca fue difícil convertir unas cuantas líneas de carbón en bellos retratos de perros, gatos, conejos, pájaros y hasta un pequeño ratón que parecía posar cada tarde junto a uno de los grandes portones del establo. Nadie podía imaginar que aquella chiquilla de tez pálida había sido bendecida por las musas del arte, la hija de un pastor estaba consagrada a otro destino, un buen matrimonio y a seguir por ese recto camino que se esperaba Maggie recorriera.

Todo hubiera seguido su esperada normalidad de no ser por aquella carta que un 10 de octubre de 1836 recibió su padre: «…debe interrumpir su labor pastoral y trasladarse a Londres, un nuevo rebaño le aguarda necesitado de fe». Unas escuetas líneas enviadas por el arzobispo de Canterbury le reclamaban al mismo corazón de la capital, concretamente a la iglesia de Saint James, situada en el barrio de Piccadilly, una congregación que estaba dando motivos de preocupación por su escasa asistencia de fieles. Sin duda era una gran oportunidad para toda la familia.

Aquella gran ilusión poco a poco se fue diluyendo con el paso de las semanas, los nuevos vecinos nunca aceptaron que su guía espiritual fuera un sencillo hombre que «todavía olía al establo de su antigua granja», un aroma que pensaban nunca podría quitarse. Fueron unos primeros años duros, de mucho trabajo para Thomas y a pesar de que nunca conseguiría ser visto como un igual por la mayoría de los ricos, donde sí se hizo un hueco fue entre las almas de los sirvientes de estos, para quienes sus palabras se convirtieron en un auténtico consuelo. 

Ajena a todas las preocupaciones de su padre, Maggie supo adaptarse de maravilla a su nueva vida cambiando sus habituales modelos peludos por una nueva fauna que se presentaba ante sus lápices ávida de ser retratada. En más de una ocasión su madre le reprendía: «¡No se puede mirar con ese descaro a las personas!», pero era inevitable para ella no hacerlo, todo era tan nuevo que necesitaba dibujar cada uno de aquellos rostros. Sentada en uno de los escalones de entrada al templo era una auténtico espectáculo ver cómo día a día pasaban por allí gentes de todo tipo y condición, aunque a ella siempre le gustaron las personas de más edad, los ancianos le causaban una ternura inexplicable, sus miradas tristes y sabias, sus cabellos blancos, los veía como a seres mágicos, incluso imaginaba cómo serían las vidas de cada uno de ellos. Su cuaderno parecía más la recopilación de las tarjetas de gabinete de un fotógrafo que los dibujos de una joven de quince años, pero era tal su habilidad para captar la vida de aquellas miradas que incluso en más de una ocasión quisieron comprarle alguno. 

De todas aquellas personas había una que le llamaba poderosamente la atención, un hombrecillo de aspecto débil y algo desaliñado que siempre llevaba la ropa manchada de muchos colores cuyo rostro era distinto al resto. Cuando descubrió que era un pintor, Maggie y Carl pronto se convirtieron en alumna y maestro. Aunque a él no le gustaba mucho hablar de su vida, ella sabía que procedía de Alemania y que por algún extraño motivo sentía una especial atracción por los ancianos, de hecho entre los vecinos era conocido como ‘El pintor de los viejos’, así que la admiración entre ambos pronto surgió de manera casi natural.

Con el consentimiento de sus padres, Maggie comenzó a visitar a Carl todas las mañanas y muchas tardes para ayudarle en sus nuevos encargos a cambio de dejarle usar telas y pigmentos, materiales demasiado caros que abrieron un universo creativo desconocido hasta ese momento para la joven. Con el color sus obras parecían cobrar verdadera vida, en más de una ocasión su maestro lamentaba no tener su talento para atrapar el alma, algo que ella no entendía pues el dibujo surgía de su mano con una innata facilidad. Pronto, los clientes de Carl, al ver las pinturas de Maggie en el estudio quedaron eclipsados por su indudable calidad, pero al descubrir que habían sido pintadas por la hija del pastor su interés se desvanecía entre risas, era imposible que aquella muchacha extraña fuera capaz de crear tanta belleza, una mujer no tiene en sus manos el poder del arte, incluso alguno salía enfurecido proclamando a los cuatro vientos que aquello no parecía el estudio de un artista sino un salón de té.  

Mientras Maggie crecía como artista, con los años la reputación de su padre fue decreciendo entre la congregación, sobre todo de la más adinerada que no entendía por qué tenía que dar asistencia, incluso cobijo, a gentes de mal vivir… Vagabundos, prostitutas, tullidos y desahuciados de la vida en general buscaban la ayuda de aquel hombre, y era sabido que a nadie negaba un plato de comida y una manta, así que en poco tiempo aquel prestigioso barrio vio cómo todo tipo de personajes sin moral deambulaban entre sus calles y ¡eso no se podía consentir! Cuando todas aquellas quejas llegaron a oídos del arzobispo, este lo apartó momentáneamente de su puesto, quitándole también el escaso sueldo que apenas les llegaba casi para comer, hecho que no impidió a Thomas seguir ayudando a sus maltrechos devotos a pesar de que su propia familia estaba ya en una situación más que precaria. 

En un acto de valentía, a Maggie se le ocurrió que ella podía ayudar a su familia. Cogió todas las pinturas que cabían bajo su brazo y muy decidida marchó a visitar al famoso anticuario George Boyce, muy conocido por la alta sociedad pues se decía que era el proveedor de la mismísima reina. Al entrar varios hombres la miraron con cierta hostilidad mientras observaban curiosos las pinturas que cargaba, esa actitud no le era desconocida, en realidad estaba acostumbrada a que la gente la mirara así, con extrañeza, casi con desprecio, no era digno que una señorita fuera artista, mucho menos que quisiera vivir de su arte.

El señor Boyce mostró también cierto desdén por la joven mientras resolvía, con un discurso exagerado, la mala calidad de aquellos trabajos. Desesperada, y en parte también avergonzada, le suplicó que los volviera a ver y en un acto de falsa bondad decidió comprárselo todo. En realidad, aquel experto supo ver la maestría de la artista y también el gran negocio, al no estar firmadas sería muy fácil añadir el nombre de un hombre y vender aquellas pinturas diez veces más caras ya que los pintores masculinos eran los que mejor se pagaban.

Marchó de allí humillada como persona y como artista, sin nombre, y algo decepcionada pero satisfecha al pensar que llevaba suficiente dinero bajo su paraguas, ayudar a su familia era en realidad lo único que importaba. Pero al salir del anticuario, una mujer que la vio entrar estaba esperando en la puerta. Aunque no la conocía, la elegante señora sabía perfectamente quién era ella, de hecho años antes había comprado varias de sus pinturas en el taller de su maestro. La condesa de Blessington, impresionada por su trabajo, le ofreció todo su apoyo, quería ser su mecenas y convertirla en la mejor retratista de la época. Maggie quedó paralizada, ni en sus mejores sueños hubiera esperado algo así.

Estaba cansada, bastante confusa y emocionada, pero con una extraña sensación de felicidad. Su familia disfrutaba de una sabrosa cena, era el día de Nochebuena y un nuevo horizonte asomaba para ella, su camino no había hecho más que empezar.