La belleza siempre ha sido ese gran caballo de batalla con el que toda mujer ha tenido que luchar en algún momento. La historia antigua, y también la contemporánea, han asociado lo bello a lo bueno y lo feo a lo malo. Esto es un hecho, casi nadie cuestiona que una persona tocada por el espíritu de la gracia pueda ser capaz de cometer actos malvados, del mismo modo aquellos que tuvieron la mala suerte de no ser especialmente agraciados siempre serán juzgados por ese ojo inquisidor que pondrá en duda cualquiera de sus actos. También hay en la mitología un dios para los feos, Hefesto, de apariencia grotesca, deforme y cojo, repudiado por su madre, el más horrible de todos los seres, casualmente casado con la más bella criatura, la diosa de la belleza y el amor, Afrodita. Ese binomio belleza-bondad aún hoy continúa marcando nuestra percepción, instintivamente todos nos comportamos de manera distinta cuando la belleza despliega sus embriagadoras alas y seguimos sin cuestionar el verdadero valor de lo que hay detrás, nos engaña con sus atractivas formas, lleva muchos siglos haciéndolo…

En ese difícil camino que muchas artistas tuvieron que sufrir para tratar de ser consideradas como tales y no meras aficionadas de domingo, la belleza siempre fue su peor enemigo. Si la pintora en cuestión era de bellas facciones su arte quedaba desplazado por su físico y las críticas sólo se centraban en esa manera tan grácil de moverse. En el caso contrario directamente ni las mencionaban o lo peor, las insultaban, sin tener en cuenta que su físico no era el objeto de reflexión en cuestión; en este segundo grupo se encuentra la pintora veneciana Giulia Lama, conocida por muchos como la artista fea.

'Saturno devorando a su hijo', de Giulia Lama. L. O.

Poco se sabe de su vida, tan solo que nació en la parroquia de Santa María Formosa en 1682. Como era normal en pleno barroco, su formación comenzó en el taller familiar bajo las enseñanzas de su padre, Agostino Lama, y posteriormente en la escuela de Antonio Molinari en Venecia, donde compartía clases con Giambattista Piazzetta, cuya amistad ha sido muchas veces motivo de confusión. Existe la creencia generalizada de que ella fue su alumna, una relación maestro-discípula que nunca existió, pues los registros demuestran que fueron compañeros y el resultado de ese aprendizaje paralelo fue que ambos generaron un estilo antiacadémico similar, basado en un tenebrismo de fuertes contrates lumínicos, aunque Giulia dramatizaba hasta tal punto los cuerpos que en muchos casos incluso los deformaba.

Pintó temas religiosos e históricos y a pesar de no estar adscrita en el gremio local, conocido como la Fraglia de Pinttori, requisito indispensable para todo artista que quisiera ser considerado en el mercado pictórico veneciano, nunca le faltaron los clientes y tuvo gran éxito, con importantes encargos de grandes formatos para la Iglesia.

'Eliphaz, Bildad y Zophar consolando a Job', de Giulia Lama. L. O.

Hasta aquí poco más se sabe sobre ella, incluso la fecha de su muerte es desconocida. Llevó una vida tranquila, siempre ligada al taller familiar, no se casó ni tuvo hijos, en realidad el resto de su azarosa andadura artística se conoce por una carta enviada en el año 1728 por el escritor y filósofo Abate Conti a la marquesa de Caylus en la que comentaba sobre Giulia Lama: «La pobre niña es perseguida por los pintores pero su virtud triunfa sobre sus enemigos. Es cierto que es tan fea como ingeniosa pero habla con gracia y precisión, de modo que fácilmente se le perdona la cara».

Tuvo que aguantar el desprecio del resto de artistas que no entendían cómo una mujer con ese aspecto podía producir pinturas tan «llamativas y atractivas», era imposible que pudiera pintar con tal calidad. Seguramente esa persecución de sus compañeros no era tanto por su dudosa belleza sino más bien por no estar dispuestos a que una mujer les hiciera la competencia entrando en un terreno que les era propio solo a ellos. Recientemente fueron descubiertos más de doscientos dibujos realizados por Giulia Lama que corroboran la idea de que ella fue la primera mujer artista de su tiempo que estudió el cuerpo desnudo del natural, recordemos siempre prohibido para ellas, tanto femenino como masculino, usurpando así un espacio que no le pertenecía.

'Judith y Olofernes', de Giulia Lama. L. O.

Pero esta famosa carta cuenta mucho más, el mismo Conti admiraba su trabajo diciendo que ella pintaba mejor que Rosalba Carriera, reconocida como una de las mejores pintoras venecianas del rococó, además de ser una excelente poetisa en cuyos escritos se intuían las mismas virtudes del gran Petrarca. Al igual que el polifacético Leonardo da Vinci, Lama también era inventora, tal y como se detalla seguidamente al relatar que la joven estaba ideando una máquina para realizar las medias de encaje.

Aquellas líneas que mostraban más admiración y fascinación que prejuicios estéticos son las responsables de que aún hoy al hablar sobre su pintura se la recuerde más por su aspecto que por su capacidad. Hasta hace bien poco, el mismo Museo del Prado incluía en su ficha biográfica la poco acertada descripción «de personalidad esquiva y retirada, fea de rostro pero de una gran espiritualidad», se intuyen en esas palabras que el hecho de ser espiritual hacía olvidar su supuesta fealdad, gracias a la intervención del periodista Peio Riaño el texto fue afortunadamente modificado.

El nombre de Giulia Lama, como el de otras tantas, se fue diluyendo en el tiempo hasta desaparecer, nadie habló de ella como uno de los aristas activos del barroco veneciano, nadie mencionó la maestría casi contorsionista de aquellos cuerpos desnudos, su huella se fue borrando sin más, aunque afortunadamente siempre queda algo, una pista, una pincelada que deja asomar un nombre, en este caso tres retablos ilustrados en una guía veneciana de 1733 fueron el primer testigo que dio las pautas para comenzar a reescribir su vida y poder conocer su obra, atribuida hasta ese momento a diversos artistas masculinos entre los que se encontraban no solo su gran amigo Piazzetta sino otros como Tiépolo o el mismísimo Zurbarán.

Cuando miro lo poco que queda de su trabajo, la mayoría se ha perdido, solo veo la belleza de su arte, delicado y poderoso, auténtico y diferente, sencillo como era ella, sin necesidad de adornos ni lujos, pero también grotesco, dicen que pintó su propio autorretrato con una premeditada exageración de sus rasgos como todo un manifiesto de su propia personalidad, una mujer inquieta, pintora, poetisa, matemática e inventora, fea o no, es insustancial, no dejemos que sus enemigos sigan ganando la batalla.