Si imagino esa situación tan repetida por el cine en la que hay que optar en cuestión de segundos por el cable azul o el rojo, teniendo la obligación de acertar, so pena de una deflagración nuclear, no habría elegido nunca a Tom Cruise. De haber podido, me habría decantado por José Gálvez Flores, que no habría movido un músculo más que los necesarios y que no se habría despeinado ni un milímetro esa melena blanca a lo Silver Fox que lucía desde el mismísimo momento en el que yo lo conocí, cuando desembarcó en el Rectorado en 1984.

José Gálvez (Gálvez era don José o Pepe, según la cercanía de cada cual a su persona, no había término medio) era el hombre tranquilo, flemático, el parsimonioso, el que pensaba pausada y razonadamente antes de tomar decisiones. Pero capaz de tomarlas en milésimas de segundo si estaba, colgado en el aire y a punto de una explosión nuclear. Igual que Tom Cruise, sin titubeos.

Vi a Pepe Gálvez tomar muchas decisiones así. Y nunca se equivocó. Yo por lo menos nunca vi estallar una bomba atómica mientras él capitaneó aquel añorado equipo Rectoral presidido por Antonio Soler.

Durante los seis años que dirigió el vicerrectorado de Campus y Asuntos Económicos dentro de ese equipo, Gálvez demostró sobradamente que llevaba la Universidad en la cabeza. Era capaz de recitar o tener en cuenta datos ingentes, y no le hacía falta tomar apuntes. Podía sacar a colación sin esfuerzo cualquier cifra o preacuerdo al que se hubiera comprometido en otra reunión previa por mucho tiempo que hubiera transcurrido de ella.

Era hombre de buen yantar, celoso de su tiempo más privado, y le encantaba pasarlo con amigos. Siempre los mismos. O casi, lo que habla muy bien de esa fidelidad a los suyos que siempre profesó.

José Gálvez era profesor adjunto de Química Inorgánica de la facultad de Ciencias de la Universidad de Murcia. Había comenzado como profesor ayudante a comienzos del curso 1963-64, en aquella Universidad familiar y recoleta que se concentraba entera en el pequeño Campus de la Merced, tan reducido que sólo contaba con la facultad de Derecho y la de Ciencias. En 1969 pasó a ser adjunto, adquiriendo la titularidad en 1973. Lo recuerdo a mediados de 1999, como si fuera hoy, en los aledaños del Rectorado, donde había compartido tantas jornadas con él, detenerse con esa sonrisa que llevaba puesta tan a menudo, inquiriéndome -eran mis tiempos como crítico de cine en La Opinión- por una película: «Pero no quiero una película de esas sesudas que os gustan a los críticos, recomiéndame una para pasar un buen rato».

Y lo hice. Le di el título de una película que estaban exhibiendo entonces en Centrofama. No recuerdo cuál era. Tampoco supe nunca si fue a verla. Pero me gusta pensar que algunas de las últimas sonrisas que esbozó en su vida fue a causa de ese film, ahora desconocido por mí, que le recomendé para pasar el rato, ya que murió dos días después.