El hallazgo de los diarios y cuadernos de Patricia Highsmith en 1995, poco después de su muerte, ocultos en el armario de ropa blanca de su casa suiza, fue una excelente noticia para los incondicionales de la escritora norteamericana, que necesariamente tenían que sentirse intrigados por el torturado trasfondo psicológico de una autora que siempre ocultó sus sentimientos con fiereza.

Lo que encontraron el albacea literario Daniel Keel y su editora Anna Von Planta entre las bien planchadas sábanas fue una colección de 38 cuadernos de reflexivas anotaciones sobre literatura, religión y política, entre otros muchos temas, mientras que en los 18 diarios la autora constata sus lecturas, sus continuas borracheras y resacas, y ese larguísimo catálogo de amantes femeninas que fue su vida sentimental y que en unos pocos casos se convirtieron en relaciones que no superaron unos pocos años.

Gatos y caracoles

Y es que no era fácil convivir con una misántropa que solo se sentía segura rodeada de sus mascotas: gatos y caracoles. Animales estos últimos tan difíciles o más de aceptar como animal de compañía que un pulpo. Y un dato extra: tal era su pasión por los gasterópodos que los llegó a trasladar en sus viajes en avión escondidos en el sujetador. Los humanos no le complacían tanto.

La publicación de una selección de las 8.000 páginas originales fue uno de los acontecimientos literarios del pasado año en Estados Unidos, coincidiendo con el centenario del nacimiento de la autora, y a finales de este agosto llega su traducción en castellano de la mano de Anagrama. El libro sigue el largo viaje vital de una Highsmith veinteañera que vivió la bohemia neoyorquina durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los hombres batallaban y las mujeres tomaban el mando de la vida cotidiana. Allí, en los ambientes gais de la ciudad, se comportó como una depredadora sexual. Con los años, encerrada en sí misma, como los caracoles, llegó a convertirse en esa anciana desabrida que se construyó una casa-búnker en Suiza con ventanas como troneras por las que no entraba el sol y donde prácticamente nadie, ni siquiera los amigos que antes habían sido íntimos, era bien recibido. Una verdadera bruja alcoholizada. Pero si no hubiera sido así, sin ese frío desapego a la humanidad, no habría podido escribir sus excelentes novelas ni dirigir esa mirada entomológica a la maldad. Y lo más inquietante, sus asesinos sin el menor sentimiento de culpa, convengámoslo, nos seducen como lectores.

La sombra de Mary

Estos diarios quizá no nos hagan amar a la mujer, pero sí comprenderla un poco mejor. Vemos en ellos a la niña que Mary, su madre, abandonó con la abuela a poco de nacer para casarse con el que sería su padrastro, el señor Highsmith -un hombre al que Patricia despreciaba pero de quien morbosamente llevó su apellido toda la vida-. Mary regresó por ella a los seis años para confesarle que había intentado abortarla bebiendo aguarrás. Y, sin embargo, a lo largo de todo el diario, son muchos los intentos de acercamiento de la escritora para satisfacer a una madre que le reprochaba, entre otras muchas cosas, que cada día fuera más «marimacho» y su temprano acercamiento al comunismo.

Más de 400 entradas en el diario hacen referencia a Mary en un vaivén que va de un «siempre me siento feliz cuando salgo a pasear con mi madre» a registrar sus numerosísimas discusiones o a un turbador «¿cabría la posibilidad de que estuviera enamorada de mi propia madre?».

En 1948 clama: «Quiero cambiar de sexo. ¿Es posible?». Hoy la respuesta sería fácil pero, en aquella época, una Highsmith subida a un carrusel de amoríos femeninos -«Dios mío, ¿a cuántas mujeres quiero?»- se obliga a asumir su condición como una enfermedad: se va a la cama con hombres y acude a terapia para intentar curarse. Básicamente, no encaja en el molde impuesto por la madre. Por ello la escritora oculta su autoría bajo un seudónimo en la segunda de sus novelas, El precio de la sal, una historia de amor lésbico con final feliz, por entonces inaudito, que aunque de lejos no sea una buena novela sí explica el trasfondo biográfico de la autora: en un trabajo temporal en Bloomingdale’s se obsesionó con una clienta, una mujer rica y elegante envuelta en pieles. En 1990 recuperó el libro ya con su verdadero nombre bajo el título de Carol.

Se enamora de las mujeres pero no las quiere. «Las chicas con las que me acuesto son mujeres para mí y no quiero una mujer intelectual», así describe su nula necesidad de encontrar compañeras con las que medirse de igual a igual. La tachan de misógina y ella acaba riéndose de la calificación en un libro de relatos, Pequeños cuentos misóginos, protagonizados, claro, por mujeres, algo poco frecuente en su literatura. Clasifica y puntúa a sus amantes, hace listas. «A menudo me pregunto -escribe- si es amor lo que quiero o la emoción de la dominación; no emoción exactamente sino satisfacción. Porque a menudo resulta más agradable que el amor en sí: aunque no alcanzo a imaginar una dominación sin amor ni un amor sin dominación».

Ripley es Patricia

Acabada la guerra y devueltas las mujeres al modelo de ama de casa obligatoriamente feliz que propiciaron los años 50 y con el comité de actividades antiamericanas amenazando, la escritora se siente un bicho raro en Estados Unidos. Allí no saben bien dónde colocarla: demasiado amoral para una autora de serie negra, demasiado profunda para una escritora de género. Marchará a Europa, porque allí la comprenden mejor. Vivirá en Italia, Francia, Inglaterra y Suiza, acumulando amantes y reduciendo al mínimo sus espacios de sociabilidad. La fama se la trae al pairo.

Imagina a su perdurable antihéroe, Ripley, que camaleónicamente puede ser un joven encantador, alguien muy frágil y a la vez tremendamente calculador, un asesino psicópata marcado por un odio de clase que le hace desear convertirse en lo que más odia. De hecho, para él no hay nada más cercano a hacer el amor que el asesinato. Repetidamente llegó a decir Highsmith que Ripley era ella misma. Lesbiana oculta, se mira en el espejo de Ripley como un gemelo diabólico. Con él compuso cinco novelas: El talento de Mr. Ripley, La máscara de Ripley, El amigo americano, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro (todas publicadas en Anagrama).

Uno de los primeros libros a los que accedió en casa de su abuela, cuando tenía solo 8 añitos, era un tratado de enfermedades mentales que marcó a fuego su devenir literario. «A menudo tenía la sensación de que era Ripley quien escribía y yo meramente era su mecanógrafa», escribe.

El infierno

¿Sabía Highsmith que sus diarios iban a ser leídos? A lo largo de su vida hizo muy pocas concesiones a la corrección política, como por ejemplo eliminar en los años 90 de sus viejas novelas el epíteto ‘nigger’ (en castellano, negrata) por el más aséptico ‘black’, pero en líneas generales ella sabía que iban a salir a la luz.

Ni siquiera su editora, que suele remar a su favor, puede negar el resentimiento de sus opiniones. «Solo en un puñado de casos extremos creíamos que era nuestro deber negar a la autora el escenario donde poder expresarlas, tal como hicimos cuando seguía con vida», explica en el prólogo Anna von Planta. Y es tal el calibre de lo que muestra, en especial sus comentarios antisemitas, que cuesta imaginar la inquina de lo que de momento no ha salido a la luz.

Sin ánimo de excusarla bueno es traer aquí la anotación que una Highsmith de 21 años escribe en su diario y que nos da la clave si no de su catadura moral sí de la insondable complejidad de su literatura: «Toda persona lleva en sí misma otro mundo terrible, un mundo del infierno y de lo desconocido. Es posible que rara vez lo vea si se empeña en ignorarlo, pero en el transcurso de la vida quizá lo vea una o dos veces, cuando está cerca de la muerte o cuando está muy enamorado, o cuando lo conmueve profundamente la música». Habría que añadir aquí: cuando se lee una novela de la Highsmith.