Julio Llamazares. Quien toca sus libros toca a un hombre cuyo porvenir se escribió desde que, a los trece años, en 1968, vio cómo hundían bajo un mar postizo, el embalse del Porma, en León, la que había sido su casa en Vegamián. Consecuencia de aquel hundimiento de la tierra ha sido prácticamente toda su obra, que incluye la novela (La lluvia amarilla, Seix Barral) más impresionante entre las que ha escrito. Otras obras, como Retrato de bañista (Libros del Oeste), Distintas formas de mirar el agua (Alfaguara) o Escenas de cine mudo, que también publicó Seix hace treinta años, reflejan esa inmersión personal en una historia humana que afectó a muchas personas a las que el agua o la vida desposeyeron de la tierra. Ese territorio hundido él lo revisitó en 1983, cuando provisionalmente se vació el embalse, para descubrir las huellas deshechas de lo que habían sido las calles, las puertas, los tejados, las respiraciones ahogadas de su infancia.

Aquel porvenir que se dibujó en 1968 cuando él ya se había ido de Vegamián con sus padres, es este Julio Llamazares de hoy, que se sienta ante el periodista para explicar la raíz de todo, aquella infancia desposeída y este presente en el que es uno de los escritores más reconocidos, en España y en el mundo, de su generación.

Habitualmente se explica con largueza, pues es de naturaleza contador de historias, pero en esta ocasión habla con concisión, como lo hacía, en la prosa y también en persona, uno de sus grandes maestros, Juan Rulfo, una de las voces literarias que han marcado la suya. Ante el periodista, pues, Julio Llamazares mira como si cada palabra la estuviera sacando desde debajo de un pantano cuyo origen le resulta inolvidable, porque es, exactamente, el tiempo de su infancia.

P. ¿Qué postales le manda a usted ahora aquella infancia?

R. Tú siempre preguntas eso, pero es que… yo más que de la infancia, hablaría del baúl de la memoria. Yo creo que hay dos tipos de escritores, los que escribimos desde la experiencia propia y los que intentan dejar a un lado esa experiencia, aunque no siempre lo consiguen, porque la memoria acaba por aflorar, e intentan escribir desde la imaginación pura y dura. Pero como dice el portugués Antonio Lobo Antunes: ‘la imaginación no es más que la memoria fermentada.’ Y yo digo que la literatura es como el carbón: el carbón se forma cuando los árboles mueren y se corrompen y pudren debajo de la tierra y pasan los siglos y los milenios y luego llegan los mineros y buscan el carbón. Pues los escritores somos como los mineros: los recuerdos se pudren en la memoria, se convierten en carbón y eso es lo que extraemos cuando escribimos. Yo a veces escucho a gente que dice que no sabe de qué escribir y eso me sorprende. Porque para escribir no hay más que recordar.

"Escribir es una forma de soñar despiertos, como cuando íbamos al cine. Por eso digo que los recuerdos nutren toda mi literatura, siempre parto de ellos"

P. ¿Cómo era el primer mundo real que vio?

R. Pues como en los sueños. Porque yo creo que también la memoria es una sucesión de imágenes, más que de relatos ordenados y enlazados unos con otros. Los recuerdos son escenas de cine mudo. Es como si la vida fuera una película que va transcurriendo y, con el paso del tiempo, de tanto pasarla se rompe y se borra y al final van quedando fragmentos. Pues eso pasa con los recuerdos: son fragmentos de la vida, inconexos, sueltos… y la coherencia se la ponemos nosotros. Escribir es una forma de soñar despiertos, como cuando íbamos al cine. Por eso digo que los recuerdos nutren toda mi literatura, siempre parto de ellos.

P. ¿Y en qué momento ese sueño se convierte en una pesadilla?

R. He tenido buenos sueños y sueños malos o turbios. Las pesadillas solían llegar cuando descubrías la maldad o la muerte. Sobre todo la muerte porque, por desgracia, la viví desde muy pequeño, cuando en mi pueblo minero de León cada mes prácticamente se mataba algún minero. A partir de los seis o siete años yo entré en el cuerpo glorioso de los monaguillos de don Argimiro, el cura, con lo cual tenía que asistir a los funerales, que eran impresionantes, sobre todo cuando morían tres o cuatro mineros en un accidente. Eso es algo que se te queda grabado para siempre. Porque a algunos de los muertos los habías conocido y porque en el funeral participaba prácticamente todo el pueblo, la fila hasta el cementerio a veces era de un kilómetro. Luego, además, veías el drama de la familia, los niños que se quedaban huérfanos gritando por la ventana ‘papá, no nos dejes solos.’ Por eso desde pequeño supe que la vida no era un camino de rosas.

"Yo vengo de un mundo que se acabó. Era un mundo campesino y minero que se convirtió en una especie de fantasmagoría. Desde pequeño sabías que eso sería así, que te tenías que ir para poder estudiar y prosperar"

P. ¿Qué pérdidas le han dejado una huella más potente?

R. No lo sé. No lo he pensado. Seguramente las pérdidas de las personas. También la pérdida de algunos paisajes. A ver: yo vengo de un mundo que se acabó. Era un mundo campesino y minero que se convirtió en una especie de fantasmagoría. Pero es que tú desde pequeño sabías que eso sería así, sabías que te tenías que ir de ahí para poder estudiar y prosperar y tal. Tus padres te lo decían: “vete de aquí, no te quedes, tú estudia y vete de aquí”. Yo miro hacia atrás y todos los lugares en los que viví se han convertido en Comalas, que diría Rulfo. Y eso yo creo que está en todos mis libros, ¿no?

P. ¿Eso tenía que ver con la animadversión de la gente hacia las autoridades?

R. Desde pequeño yo veía que había una brecha entre el mundo minero y el mundo campesino. Los campesinos eran más pacíficos, más conservadores o tradicionalistas, y el mundo minero era un aluvión radicalmente distinto. Las cuencas mineras eran una especie de far west y así era percibido por el resto de la sociedad. Mi abuela le decía a mi madre cuando íbamos a visitarla a su pueblo: “¿qué tal con los mineros?”, como diciéndole ¿qué tal con los apaches? Los mineros siempre han sido gente con conciencia de clase, sin propiedades, luchando por sus derechos… una cultura que fue perdiéndose con el paso de los años y que los hacía diferentes. Pero recuerdo que cuando me vine a estudiar a Madrid me llamó la atención descubrir que la gente no sabía nada de los mineros y de cómo vivían. Pero bueno, decías: es que Madrid está muy lejos. Pero es que en el mismo León la gente no sabía bien lo que eran las cuencas mineras y vivían de ellas. Los pueblos mineros parecían estar al margen del mundo y sin embargo fueron el motor económico de Europa durante el siglo XX.

Llamazares en la serie documental de TVE 'Esta es mi tierra', en la que ejercía de guía en un capítulo sobre su tierra, León (1999). ARCHIVO

P. Esa metáfora del Oeste la tiene escrita en Escenas de cine mudo… 

R. Es que es curioso. Me llamó la atención que Víctor Erice, que llegó a valorar llevar Escenas de cine mudo a la pantalla, me dijera que su cine preferido era el western y, en concreto, La diligencia, una película que resume el mundo: ahí están el aventurero, la puta, el médico, los que huyen o buscan algo y pasan por peligros. Eso es la vida.

P. Usted tuvo una relación cercana con Juan Benet, escritor muy importante que además fue el ingeniero de la presa que sepultó su pueblo. ¿Cómo definiría hoy aquel encuentro con Benet?

R. Primero: yo no fui consciente de lo que significaba haber nacido en un pueblo que estaba debajo del agua hasta que pasaron los años, cuando cerraron el embalse. Tardé en tomar conciencia de eso. Benet fue el autor de la presa del pantano y le marcó mucho porque fue la primera que dirigió como ingeniero y durante cuya construcción escribió su primera novela, Volverás a Región. A principios de los ochenta empezó a oír hablar de que había un escritor joven que venía de Vegamián, que era yo, y quiso conocerme y, cuando nos presentaron, lo primero que me dijo, con toda su arrogancia, que era mucha, como tú bien sabes, fue: “¿o sea, que tú eres escritor gracias a mí?” Yo me le quedé mirando y le contesté: “¡eres un gilipollas!” Pero no se lo tomó a mal, porque por su carácter provocador debía de estar habituado a respuestas así y porque creo que en el fondo me tenía simpatía. Es que Benet, cuando iba con su séquito de escritores que lo cortejaban, era uno, y cuando estaba solo era otro. Benet y yo sabíamos que teníamos una historia en común, por la presa del Porma, él de un lado y yo del otro. Con el tiempo llegué a la conclusión de que sí, que en cierto modo yo era escritor gracias a él. Quiero decir: que yo no tuve un ambiente culto en el que formarme como escritor, pero sí un sentimiento de pérdida y de desarraigo, que es algo muy narrativo. Y la presa que construyó Benet está en el origen de eso.

P. ¿No tiene la sensación de que nunca se ha ido de esa zona?

R. Nadie se va nunca de sus escenarios primitivos. Y no se trata de añoranza. Se trata de que todos tenemos un paisaje materno, un paisaje en el cual aprendimos a ver el mundo. Luego conoces otros paisajes, pero siempre hay uno en el que te sientes más en armonía. Recuerdo a un tío mío que se marchó después de la guerra a Argentina y me decía cuando lo visité en Buenos Aires: "es curioso que yo siempre quise salir del pueblo y, a medida que pasa el tiempo, sueño cada vez más con aquel pueblecito perdido". Es que es algo que nos acompaña siempre, es nuestra primera memoria, lo que prevalece siempre. El paisaje inicial, la memoria y la lengua.

P. ¿Se ha sentido por eso un forastero en todas partes?

R. Tampoco hago bandera de ello ni me lamento. Desde pequeño sé que soy de un sitio que ha desaparecido. Si yo me tuviera que definir a mí mismo lo haría con las palabras de un personaje de Distintas formas de mirar el agua, que dice: ‘mi abuelo siempre fue un Ulises campesino y provinciano que lo único que quería era volver a su Ítaca natal, aunque sabía que ésta ya no existía.’ Yo creo que la vida de todos es un viaje a Ítaca, a nuestros primeros años, que son nuestra verdadera patria, como decía Saint John Perse. En ese sentido, todos somos Ulises.

P. Es interesante la relación de su escritura, de la pérdida, del extrañamiento, con la de Juan Rulfo.

R. Hay elementos de la naturaleza y de la climatología con los que ambos nos identificamos: él con el desierto y yo con la nieve. También están los localismos, la memoria personal imbricada en una memoria colectiva. Para mí la nieve es un elemento que forma parte de todo lo que escribo. Yo escribo sobre la nieve, vivo sobre la nieve y sé que todo lo que escribo se va a derretir como la nieve.

P. Viajó a Extremadura cuando empezó la pandemia y de ahí surgió La primavera extremeña (Alfaguara), la experiencia de contar un territorio feliz en medio de un drama.

R. Me fui a Extremadura en la pandemia para refugiarme. Pero era un momento en que la gente recibía mal a los forasteros porque podían ser portadores de la peste. De hecho, se decía que éramos los madrileños quienes más propagábamos la peste. La primavera extremeña es el relato del paso de la primavera de la pandemia en unos campos maravillosos, el contraste de esa belleza ante el paso de la muerte. Hay un libro de Eugenio Trías que se llama Lo bello y lo siniestro y estoy de acuerdo en esa unión: para que haya algo bello tiene haber algo siniestro detrás, porque si no es cursilería, y lo siniestro tiene que estar cubierto por la belleza porque de lo contrario es insoportable. Eso pasaba: era la estupenda primavera extremeña que avanzaba ajena a la muerte de la pandemia.

P. Es curioso cómo hace de un lugar determinado su propio territorio.

R. Julio Caro Baroja decía que en Europa se vivió igual durante tres mil o cuatro mil años y que el gran cambio fue el paso de un mundo campesino y tradicional a un mundo industrial y urbano. Ese cambio, que se ha producido fundamentalmente en el siglo XX, es el que yo he vivido, como la mayoría de los españoles. Por eso siempre he tenido la sensación de haber nacido en un mundo y haber pasado a otro completamente distinto. Bueno, eso le ha pasado a la mayor parte de los españoles. Pero sí, esa es la base de mi literatura: cambiar de sitio y hacerlo tuyo. Simplemente para poder vivir mejor, dentro de lo que cabe.

"Me llama la atención que cuando éramos más pobres y teníamos más problemas (el terrorismo de ETA, etc) no había la agresividad que hay hoy"

P. Pero usted se preocupa por todo el país en el que vive.

R. Yo he vivido toda la vida en este país y por eso me preocupo por él. Cuando escribo en prensa opino sobre él porque yo no soy un escritor al que le da lo mismo lo que le rodea. Yo tengo una conciencia social y me preocupa la vida de las demás personas, no sólo la mía. Por ejemplo: desde hace tiempo veo mucha agresividad en España, cualquier cosa es motivo de enfrentamiento. Eso es algo que me preocupa, porque para mí la vida tiene que ver con la tranquilidad y con el bienestar social. Me llama la atención que cuando éramos más pobres y teníamos más problemas (el terrorismo de ETA, etc.) no había la agresividad que hay hoy. Por eso reflexiono a menudo sobre este tema, no sé si sirve para algo pero lo hago. Mira: desde el punto de vista material nunca se ha vivido en España como ahora, hablo en términos generales, claro, ya sé para que mucha gente no es así. ¿Entonces a qué se debe tanta agresividad? Porque curiosamente, además, la agresividad la suelen protagonizar los que mejor viven, no los más pobres. No deja de ser misterioso.

La primavera extremeña', sobre su confinamiento rural durante la pandemia, es el último libro publicado por el escritor. Alba Vigaray

P. En otras ocasione ha señalado al periodismo como origen de esa trifulca.

R. He señalado a determinado periodismo. Y a la política. Son dos cosas necesarias, ¿eh?. El problema es cuando se prostituye el periodismo y cuando se prostituye la política, como cuando se prostituye la literatura, que también sucede. Muchos van a las tertulias diciendo que son periodistas y no, no son periodistas. Son agitadores políticos, de un bando o de otro. No voy a decir nombres, pero muchos no son periodistas, son falsos animadores de la discusión social. Ahora todo mundo se cree periodista porque puede hacer llegar su opinión a miles de personas a través de las redes sociales, pero no es así, del mismo modo que no todos los que se dicen escritores lo son, aunque publiquen libros.

P. ¿Tiene la sensación de que el tiempo se muere como la tierra, como ha escrito en alguno de sus libros?

R. Hombre, claro. El tiempo se muere, como la tierra y como la nieve. Por eso escribir es como luchar contra el tiempo, intentar salvar algo del olvido. Ese es el objetivo de la literatura: dejar memoria de una época y que esa voz se pueda seguir escuchando muchos años después. Tú ya no estarás, pero lo que has dejado escrito seguirá ahí sonando.