He tenido que arrancar motores varias veces antes de ponerme a hablar de la elección de mi amigo Antonio Pujante, por complicado y amplio que es el temita, amén de la cantidad de artículos que en los últimos tiempos se han ocupado de él. Y es que del Mar Menor, la bahía de Belich para los romanos, cuando todavía no estaba completa la gran barrera de arena que la separa del Mediterráneo, o la llamada albufera de Patnía de época medieval, se puede hablar en muchos sentidos: desde su situación actual, lamentablemente penosa, pasando por la evocación de un pasado relativamente reciente, idílico para quienes lo disfrutaron, hasta dar unos apuntes asépticos e impersonales sobre su peculiar evolución geográfica, su interesantísima historia, incluidas sus leyendas, sus singularidades,… No hay espacio suficiente en esta página para tanto. Así pues, empiezo a escribir y a ver qué sale.

Evidentemente, en nuestra Cápsula no podemos introducir este espacio natural en un estado de degradación tan alto como el que en estos momentos tiene nuestro pequeño mar, para vergüenza de administraciones varias y de aquellos que desde hace años se han puesto las orejeras de burro para no ver lo que estaba ocurriendo (lo dice una servidora, urrutiense de adopción, que lleva más de 15 años manifestándose al respecto). No quiero tampoco entrar en la polémica de buscar causas y culpables, aunque lo tenga meridianamente claro, pues de eso ya se encargan los comunicados de prensa de diferente signo y que cada cual saque sus conclusiones, siempre que se contrasten las informaciones; sean galgos o podencos, igual da, el resultado es que ese maravilloso y único enclave, otrora orgullo de todos los murcianos, ha sido envilecido desastrosamente y solo nos queda rezar a Santa Rita, abogada de lo imposible, para que la cosa mejore algo.

Hagamos, pues, una abstracción sobre el Mar Menor, de modo que podamos introducirlo tal como en esencia es, mejor dicho, era hasta los años 90 pasados, ya que hay un antes y un después a partir de esas fechas. Para los que habíamos veraneado durante la infancia y juventud en el Mar Mayor, Mediterráneo para todo el mundo que no sea de nuestra tierra, al conocer este mar pequeño nos chocaban muchas cosas.

Primero, nos llamaba la atención que mirases desde donde mirases siempre vieras las orillas del otro lado y no la línea del horizonte en la que cielo y mar se confunden, lo que nos da una idea de su limitado tamaño. El paisaje urbano del perímetro que lo rodea era también singular, salvo el caso de La Manga y su skyline de gran urbe. No podemos hablar de una regularidad en esto, pues algunas localidades del norte, La Ribera, y el este, La Manga, desarrollaron pronto un urbanismo llamémosle ‘moderno’, frente a una arquitectura más tradicional como la de Los Alcázares o las dos pequeñas playas de la zona sur, Los Nietos y Los Urrutias, que todavía conservan algunas de esas casitas costeras que casi se introducían en las aguas y que, sin ninguna duda, deberían haber estado protegidas para la posteridad por su curiosa fisonomía, evitando esos desafortunados paseos marítimos tan feos como impersonales. Y no nos olvidemos de los encantadores balnearios, creando un paisaje pintoresco, que poco a poco han ido desapareciendo.

En el Mar Menor uno empieza en la orilla a andar hacia sus aguas y, tras un buen trecho, consigue que estas le lleguen a la cintura, es el momento de darse un chapuzón y sentarse plácidamente a tomar el baño; rara vez el oleaje te abate, pues esa es otra cosa chocante, sus olitas son menudas, como él mismo, y próximas entre sí, además de que apenas suenan al llegar a las orillas, son susurro relajante. Su color también era distinto al de su hermano mayor, de un azul intenso, pues tenía un cierto tono verde-azulado, no pardo-verdusco como ahora, que en momentos de gran calma en sus aguas se teñía de irisaciones doradas o plateadas, según incidiera el sol en él.

Bañarse en esas cálidas y salinas aguas, excepcionalmente calientes, propiciaba hasta no hace mucho el encuentro con parte de su fauna. No era de extrañar que, en la quietud del baño de asiento, se aproximaran los mújoles, a los que podías alimentar con la mano si conseguías abrir alguna de las pequeñas almejas que abundaban bajo la arena de la orilla; los llamados zorros (chaparrudos) reptando disimuladamente por el escaso fondo orillero, esquivas y rápidas doradas y las inofensivas ‘aguas malas’ también eran habituales compañeros de baño. Pero la verdadera emoción llegaba cuando el merodeador era un precioso caballito de mar, estrella rutilante de su fauna; delicadamente le acercabas un dedo de la mano y su cola se enroscaba con gracia en este. Era el momento de ir mar adentro muy despacio, porque no se soltara, para poder liberarlo allí donde no fuera capturado por algún bañista depredador.

Ese es el Mar Menor que hoy introducimos en nuestra Cápsula, el que confiamos esperanzados en volver a recuperar. Que así sea.

¡Salvemos el Mar Menor!