Rick Moody es, probablemente, el menos conocido de los autores de la llamada next generation, aquella que formaron sin llegar a formar –al final, toda generación es un intento forzado de etiquetaje y simplificación que poco tiene que ver con la realidad– David Foster Wallace, Chuck Palahniuk, Jonathan Franzen, Michael Chabon y, por qué no, Helen DeWitt, entre otros. Trabajó en algún oscuro despacho de la mítica Farrar, Straus and Giroux –el sello de J. D. Salinger, Flannery O’Connor y Jack Kerouac– antes de publicar su primera novela, y justo después de salir de una clínica de desintoxicación. Acabó su tesis alcoholizado. Corría el año 1992, Moody tenía 31 años, y tan solo dos años después iba a hacerse mundialmente famoso y a ser más o menos olvidado.

Lo que ocurriría dos años más tarde es que publicaría La tormenta de hielo, algo así como Las correcciones de Jonathan Franzen antes del propio Jonathan Franzen –y con algo más de sarcasmo, con mucho, en realidad– y Ang Lee queda tan fascinado por ella como el resto del mundo y decide que va a convertirla en una película y a contar con Sigourney Weaver para el papel de una de las madres de las dos familias en ruinas que se reúnen un fatal día (de ventisca) de Acción de Gracias. Completaban el reparto, clásicos de la década como Christina Ricci, Tobey Maguire, y Elijah Wood. Luego Moody siguió escribiendo, y publicando, pero nada alcanzó semejante cima. Aunque firmó novelas monstruo como la lisérgico-distópica y deliciosa The Four Fingers of Death. Su última novela hasta la fecha, la aparentemente testimonial y juguetona Hotels of North America –inédita, por supuesto, en español y oculta a la vista en cualquier librería del mundo, pues se publicó en 2015, es decir, hace una eternidad– reconstruye la historia de un supuesto visitante de hoteles, un cliente misterioso, la clase de tipo que se hospeda en un lugar para luego escribir sobre él, con todo lujo de detalles, y en su caso, por supuesto, apetitosas incursiones en su vida, un Pálido fuego vacacional e hipercapitalista que usa la figura del observador al que nadie observa, el juez al margen del juicio, para construir la novela. El nombre del tipo en cuestión es Reginald Edward Morse, y es uno de los reseñistas más destacados del ficticio RateYourLodging.com.

Reginald es un juez de hoteles y, por lo tanto, entre aquello que juzga no se cuentan los libros, pero ¿y si los jurados literarios contasen con al menos un Reginald? ¿Alguien que juzgase, como lector entrenado igual que Reginald juzga cada habitación de hotel como cliente entrenado, y al margen de cualquier tipo de posible camarilla –o decisión de consenso–, cada uno de los libros que optan al premio?

Esta semana, el comité del famosísimo Booker Prize anunció que este año, por primera vez, seis clubs de lectura formados por ávidos y exigentes lectores, leerán, cada uno, un libro de los seis nominados en la lista corta de finalistas. Los miembros del club deberán reseñar el libro en cuestión, y los dos reseñistas más elocuentes, figurarán entre los invitados a la gala.

La versión oficial dice que lo que se pretende es «compartir lo emocionante de las reuniones del jurado –a las que los miembros de los clubs en cuestión están invitados– con el público en general», o eso asegura Gaby Wood, la directora de la fundación que otorga el premio –crítica literaria, para más señas–, es decir, dejar de estar solos allí arriba, en la cúspide, donde se toman las decisiones que afectan al mercado editorial, y a los lectores, sin tenerlos demasiado en cuenta.

Y aunque insiste en que la decisión del jurado seguirá siendo «confidencial», no menciona si puede o no verse influida por lo que lean en los informes de esos lectores anónimos, aunque con el espectáculo de contar con ellos se están asegurando una pequeña colección organizada de recomendadores.

La medida puede, por un lado, romper con la opacidad del jurado oficial –formado este año por los críticos, historiadores y novelistas M. John Harrison, Alain Mabanckou, Neil MacGregor, Shahidha Bari y Helen Castor–, y por otro, popularizar un premio –dotado, por cierto, con 50.000 libras– que, tal vez, y esto es lo más probable, ha empezado a alejarse del lector. El ganador del año pasado fue Damon Galgut, y la novela, The Promise –la historia de una familia sudafricana con un más que razonable parecido con su propia familia– no ha tenido ni por asomo el éxito esperado, y quizá alguien se haya empezado a preguntar por qué. ¿Cómo de lejos está el sistema editorial de los lectores? Bien, están a punto de averiguarlo, y el mundo, también.