Su padre tenía una chatarrería en un almacén junto a la casa familiar de Mazarrón y allí quedo con Blas Miras Lorente, porque allí está su estudio donde trabaja sus esculturas con materiales reciclados. Es un rincón mágico, lleno de seres misteriosos, peces con piernas, obras envueltas y esculturas colgantes y móviles. La conversación, un disfrute, la hacemos en un patio, bajo la sombra de un par de árboles. Se ha molestado en preparar una jarra de té helado que me sabe a gloria.

Blas es profesor, especializado en niños que necesitan apoyo y con familias con las que hay que intervenir. Es artista plástico, fundamentalmente escultor, y es autor de cuentos infantiles. De su infancia me cuenta: «Yo no jugaba al fútbol, era un trasto para casi todo, pero me encantaba modelar, ya fuera con el barro de los charcos, en aquellos años en que las calles no estaban asfaltadas, con las migas de pan o con la cera derretida que me guardaba mi abuela. Mi padre me decía que yo vivía en una nube, que estaba en mi mundo, eso me hizo crecer lleno de imaginación: lo mismo me pasaba las horas muertas mirando las manchas de las paredes o buscando figuras en el terrazo del suelo, que me quedaba embobado viendo las manchas de óxido en las planchas que mi padre se traía de la Bazán. El óxido siempre me ha gustado, las gamas de color de los materiales metálicos del taller de mi padre, y el color y las texturas de las minas, siempre fue mi color favorito», y me dice, además, que el taller de su padre siempre le inspiró para fabricar cosas y añade: «Lo que más me gustaba modelar eran indios, todos los niños querían ser pistoleros o el sheriff, pero yo quería ser indio, jugaba a ser indio y le cambiaba, a los niños, indios que yo hacía con barro por sus canicas de cristal, claro, que mis indios, sin cocer, les duraban poco y yo tenía que devolverles sus bolas», y también me cuenta: «A mi abuela también le debo el gusto por los cuentos. Ella nos contaba historias de tradición oral y otras que ella se inventaba, y así de cuentista salí yo».

Y me confiesa: «Yo siempre he creído en una segunda y tercera oportunidad para la gente y para los objetos, por eso me gusta reciclar materiales para mis obras y por eso siempre me ha gustado trabajar con niños complicados, que necesitaban ayuda y un cambio en sus vidas. Nunca he perdido la esperanza y siempre me ha dado buenos resultado esta esperanza inquebrantable que salía de mis pensamientos de que todo tiene arreglo. Siempre he sido un mediador entre los deshechos y el arte o entre los conflictos de la gente».

Y me habla de su hija, que también ha hecho Bellas Artes y es una gran retratista, y de que a él lo que más le gusta es trabajar las tres dimensiones, más que la pintura, y me enseña algunos catálogos y hablamos de sus exposiciones y de sus seres imaginarios, sus bichos raros, de sus peces con patas, peces fuera del agua, peces en la tierra, sus lunas que representan los sueños, sus escaleras rotas, que son las dificultades de la vida. «En los 80 hice aquella serie de los hombres de barro, en aquella época de Mario Conde y todos aquellos que parecía que pisaban fuerte con las finanzas. Yo, por el contrario, he trabajado sobre la fragilidad humana, con gentes de ladrillo, más estáticos, que era como decir que hay que parar un poco este ritmo frenético… Siempre ha habido una narrativa en mi obra».

Con 20 años llegó a su primer colegio y suprimió las cartillas y diseñó él los pictogramas para enseñar a leer. Aquél verano se fue a París con una mochila, me confiesa que tiene ganas de ir a Nueva York y también que está preocupado por la marcha del mundo y el enfrentamiento intransigente de unos y otros. Y termina: «Yo soy muy conciliador, ni siquiera me sacan de quicio los negacionistas. Pese a estos tiempos duros, soy optimista, tenemos mucha suerte de estar vivos. Mi obra va encaminada al encuentro, solo quiero eso».