Hacerle un retrato a Pedro Serna es de las misiones más difíciles que uno puede plantearse. Y no tanto porque no sepa ponerse delante de una cámara y mirar con cierta naturalidad. No, no se trata de eso. Se trata de que, en Pedro Serna, su verdadero retrato está movido, o mejor, es en movimiento. Quienes lo hayan visto pintar sabrán de lo que hablo. Cuando se planta delante de un paisaje y prepara su caballete, saca la paleta de colores, escoge los pinceles y durante muy pocos segundos comienza a mirar y escrutar su propia realidad; después, la traducción al papel de todo eso que intuye ver no tiene tiempo -ni reflexión, ni ritmos con sus espacios vacíos-, es pura espontaneidad, es como un vómito incontrolado, algo que él mismo no puede analizar. El ojo va y viene, del paisaje al papel y viceversa; la mano con el pincel es obediente y certera; y aunque ni él mismo sabe lo que saldrá -o eso nos parece-, lo cierto es que lo va saliendo es algo como irremediable, algo que ya parecía estar sobre aquel espacio en blanco y que simplemente el pintor lo ha ido destapando, o desvelando. Claro, saber como sabemos que Pedro Serna tiene ese don innato para fundirse con el paisaje atemporal, y querer ‘pararlo’ en una imagen yerta, con muchos poros pero con poco movimiento, hasta nos parece una blasfemia. Menos mal que quienes miran esta imagen de Pedro, aunque ahora solo ven su figura, sabrán también mirarlo desde donde se ha de ver a un creador: desde su obra.