Bueno, identificar a alguien en función del nombre de otra persona, en principio podría parecer hasta denigrante, pero quienes conocemos a Cuca y, sobre todo, sabemos cómo fue la vida de Ramón Gaya, entendemos perfectamente esta condición de ‘compañera de’ como un mérito, vamos, como un acierto del destino.

Desde que Ramón Gaya perdió a Fe Sanz, su primera mujer, su vida -y por tanto también su obra-, sufrió como una falta de suelo, de estabilidad. Fue a partir de los años setenta, cuando Cuca y Ramón se conocen y deciden vivir juntos, cuando la vida del pintor dio un giro definitivo.

Esa compañía tan sólida, esa comunicación tan profunda y tan verdadera, facilitaron muchísimo que el pintor pudiera dedicarse plenamente a su labor pictórica. De hecho, a partir de aquellos años, Ramón Gaya estuvo pintando más y escribiendo menos, es decir, todo lo contrario a lo que venía haciendo desde su vuelta a Europa a partir de 1952.

Volvía de nuevo a reflexionar sobre la realidad mediante lo pictórico -que era su verdadera vocación-, frente a la mera reflexión sobre la Pintura, que era fundamentalmente de lo que escribía. Creo que el fruto de esa estabilidad emocional y hasta física que compartieron juntos, tuvo su máxima expresión en la extraordinaria exposición que se realizó en El Almudí con obras que iban de 1990 a 1995, exposición que sirvió para mostrar al Gaya más maduro, más libre y avanzado.

Ya han pasado casi diecisiete años desde que Ramón Gaya nos dejó y, sin embargo, la labor de su viuda sigue siendo exactamente la misma que tuvo desde que lo conoció: trabajar incansablemente para que la obra de este pintor sea conocida y admirada por el mayor número posible de personas.