I saac Bashevis Singer (Radzymin, 1904-Miami,1991) estaba llamado a continuar la tradición rabínica familiar. El padre, un místico jasídico de enroscados tirabuzones, y la madre, una ortodoxa mitnagued de tupida peluca, tenían previsto que algunos de sus hijos siguiesen el camino de la santidad. Pero algo se torció por el camino. Ser miembro del pueblo del Libro tiene sus consecuencias, entre ellas la afición a la lectura. El caso de los vástagos Singer sirve de paradigma: primeras letras con la Torá y el Talmud para después tomar el desvío pecaminoso de la literatura secular. Los clásicos griegos, Spinoza, Kant, Nietzsche, Turguénev, Maupassant y Chéjov, entre otros, arrinconaron los textos esenciales del judaísmo y abrieron sus mentes a otros mundos más allá del gueto. El primer paso lo dio Hinde Ester, la hermana mayor, que publicó con el nombre de Esther Kreitman, apellido de su marido, y después lo hizo Israel Yehoshua, autor de la extraordinaria novela La familia Karnowsky (Acantilado, 2015). Fue este quien tentó a Isaac con un empleo en una revista de Varsovia, primer paso de una larga carrera literaria que le llevó en 1978 a recibir el premio Nobel, a convertirse en uno de los escritores más populares en Europa y Estados Unidos y a ser una referencia esencial de la escuela de la narrativa judía norteamericana. Una ventana al mundo (Nórdica) y El seductor (Acantilado), dos libros hasta ahora inéditos en castellano, amplían la mirada a la obra del gran escritor que fue Isaac Bashevis Singer, en la que se da cuenta de un mundo desaparecido: primero el de los judíos europeos, y después el de los supervivientes de la Shoah al otro lado del Atlántico. Son historias de vida cotidiana, también de persecución y exterminio, de desarraigo y culpa por haber sobrevivido al crimen institucionalizado por los satanes del antisemitismo. El alejamiento de la ortodoxia religiosa no hizo que renunciase a sus orígenes. En un momento en que el movimiento sionista daba pasos firmes y el hebreo salía de las sinagogas, nuestro Singer optó por escribir en yiddish, la lengua germánica de las comunidades israelitas de Mitteleuropa, aniquilada en los hornos crematorios y olvidada en la diáspora. Lo hizo también por un compromiso ideológico. «Es la lengua que tiene más palabras para definir a un pobre», dijo. Una sólida tradición literaria le precedía, la narrativa surgida al calor de la Haskalá (la ilustración hebrea que proclamaba: sé judío en el templo y ciudadano en la calle), con autores como Sholem Abramovitch, Mendele Mokher Sforim, Sholem Aleichem o Isaac Leib Peretz. El naturalismo, cuando no pintoresquismo, de estos escritores estaba lejos de la obra que Isaac Bashevis Singer iba a ejecutar. Nunca fue ajeno a sus tiempos literarios, y aunque permaneció siempre en los ámbitos del realismo, sin excursiones por las vanguardias extremas, su escritura está plagada de imaginación y fantasía. Junto a sus personajes de carne y hueso conviven brujas, demonios… seres fantasmales, pobladores de los sueños y de las leyendas que hermanan a Singer con nuestros Álvaro Cunqueiro, Joan Perucho o Xuan Bello, herencia en su caso de la inagotable tradición oral hebraica. «Leí mucha filosofía», afirma en su autobiografía, «pero nunca encontré argumentos tan convincentes como los que oía en nuestra cocina».El relato breve es el territorio donde Singer es más Singer, sin restar fortaleza alguna a sus novelas. Pero es en el cuento donde los atributos del autor de Un amigo de Kafka afloran con todo su vigor de narrador. Lo que certifican las seis piezas de Una ventana al mundo, donde demuestra talento para hurgar en los sentimientos, magisterio en la creación de personajes y capacidad memorialística y emocional («Su relato me hizo evocar algo que había asumido que había perdido para siempre», dice Priscilla Levy Clark, una millonaria de Miami que protagoniza El último regalo). De esos habitantes ordinarios de una realidad que abraza lo fantástico hay una buena galería en este volumen. Ahí está Morris Krakower, mortificado por un fantasma que se cuela en su discurso de estalinista de acero ante sus camaradas del Komitern; el anciano Israel Walden, que se aferra a los libros sagrados cuando sus nietos bolcheviques intentan que Polonia siga los pasos de Lenin, o Koppel Stein, superviviente del nazismo y del comunismo, que acude a un redactor de un periódico judeoamericano, al que se presenta como un Job reencarnado y ante las calamidades de la humanidad pide el apoyo mediático a su propuesta: «Mi idea es que toda la gente decente se suicide». ¿Humor negro? ¿Sátira del escéptico ante las ruinas de la humanidad? Sí, y mucho más: en muchos de estos relatos, como narrador interpelado o personaje secundario, está el propio Isaac Bashevis con sus vivencias del judío europeo que vio venir a Hitler y en 1935 buscó refugio en Nueva York en prevención de convertirse anticipadamente en ceniza y humo.

La llegada de estos dos nuevos títulos contribuye a recuperar a un tipo que supo convertir el legado de la oralidad en una escritura audaz, por su claridad y precisión, y compleja, por su habilidad de entrecruzar historias y personajes, tribulaciones y emociones. Pero, sobre todo, por su capacidad de trasladar el latido exacto y complejo del ser humano y dejar testimonio de un mundo exterminado por el odio sin recurrir a la melancolía.