Thomas Pynchon tenía un año cuando Christina Stead publicó su tercera novela, la gargantuesca, a la vez desopilante y oscura, expansiva, y bancaria House of All Nations. Corría el año 1938 y Estados Unidos aplaudía literariamente a Ernest Hemingway, y a su modernismo clásico, eléctrico, mientras se despedía de la Generación Perdida, de Francis Scott Fitzgerald y Nathanael West y contemplaba como el gótico sureño (de William Faulkner, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Truman Capote) seguía dando voz a aquellos que no la habían tenido. Para entonces, Stead, australiana trotamundos (había vivido en Inglaterra y Francia, en Bélgica e incluso en España, donde se encontraba cuando estalló la Guerra Civil), se había instalado en, sí, Estados Unidos.

Que, una infinidad de años más tarde, se comparase House of All Nations con la obra de Thomas Pynchon, se la considerase, de hecho, una novela pynchoniana, tiene algo de perverso. ¿No debería haberse considerado a Thomas Pynchon un escritor steadiano? O, yendo aún más lejos, ¿no podría considerarse Los reconocimientos, de William Gaddis, la novela que abrió la veda del posmodernismo, también, una novela steadiana? Pero, ¿cómo podría haberlo hecho si para entonces (año 1955) la obra de Christina Stead no había sido reeditada ni propulsada (finalmente entendida) por el poeta (¡el poeta!) Randall Jarrell, que, fascinado con no House of All Nations sino la siguiente novela de Stead, decidió escribir el apasionado prólogo que la resucitó?

Eso ocurrió en 1965. Y la novela en cuestión, El hombre que amaba a los niños (Pre-Textos), había sido publicada en 1940. El mismo año en que Hemingway publicó Por quién doblan las campanas. El año en que Carson McCullers publicó El corazón es un cazador solitario. Es decir, un año en el que nadie esperaba una novela pynchoniana antes de Pynchon. Situada injustamente al margen del canon hasta el día de hoy, la novelista Mary McCarthy la atacó salvajemente cuando la reseñó para The New Republic por considerar que metía la pata en lo que al modo de vida de una familia norteamericana se refería, sin llegar a preguntarse por qué, y sin saber, claro, que la novela había sido ambientada en Australia en realidad. Fue el editor quien le exigió tan aparente epidérmico traslado.

Stead escribió el primer clásico de un protoposmodernismo norteamericano, en realidad, un clásico de la literatura universal, fabulescamente cruel y genial, en apenas 18 meses, en un apartamento de la calle 22, en Nueva York. Lo ambientó en Washington D. C. porque su editor en Simon & Schuster consideró que a los norteamericanos no iban a importarle un pimiento los australianos.

Pero Stead, huidiza y opaca (apenas concedió entrevistas y, cuando lo hizo, no fue nunca clara), tardó años en confesar que la familia protagonista (los bufonescos, lisérgicos, espídicos, macabros Pollit) era su propia familia. Sam, el infantil y narcisista padre de (la extensísima) familia, está directamente basado en su propio padre, el reputado biólogo marino David George Stead.

Y Louie, la hija que tuvo con otra madre, la mayor en esa casa de locos, en ese Señor de las moscas familiar (el padre de Stead se casó en tres ocasiones, y aquí lo sitúa en mitad de su segundo matrimonio convertido en un muñeco de trapo que utiliza a sus hijos para alimentar su la vez repugnante y exuberante narcisismo), es la propia Christina, que, curiosamente, no envió ningún ejemplar de la novela a su padre, pero sí a la amante adolescente que tenía en esa época y que se convirtió en su tercera esposa: Thistle Harris. La escritora, con su peculiar y corrosivo humor, le dijo, en su dedicatoria, que «en muchos sentidos», la novela podía considerarse «una carta privada» a la propia Thistle, con forma de un Robinson suizo estilo Strindberg, haciendo a la vez referencia a la novela (familiar) de piratas y al dramaturgo sueco, inventor de un canibalismo psíquico muy steadiano.

Resulta incomprensible que la mayor y más perfecta (el humor actuando como llave maestra con la que abrir todas las puertas), la más brutal e incómoda obra sobre la absurda figura del Patriarca, con mayúsculas (el Gran Padre Blanco, el mismísimo Tío Sam), encarnado en un chiflado que aplasta todo cuanto se pone en su camino, por un descuido narcisista y abominable, siga al margen del canon incluso hoy. Pese a adelantarse incluso a las primeras olas del feminismo, ni siquiera el feminismo reivindica el valor del combate, cuerpo a cuerpo, de Stead. Un combate en el que víctimas y verdugos se confunden y se alimentan como alimañas. Un circo familiar monstruoso y decadente, a salvo para siempre de ser instrumentalizado, como todo gran y verdadero clásico.