La Opinión de Murcia

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Jazz San Javier

Steve Vai: el control de la libertad infinita

Tras su paso por el festival en 2016, Steve Vai volvía al Jazz San Javier. Fue la noche del pasado viernes, con su nuevo disco ‘Inviolate’ como punto de gravitación y esgrimiendo un arsenal de recursos al alcance de muy pocos (o de nadie)

El control de la libertad infinita | FOTOS DE IVÁN J. URQUIZAR

Frank fue implacable con él. Siempre lo hacía con cualquiera que osara presentarse a una de sus audiciones. Jugar en la liga de Frank Zappa era hacerlo en la competición de los más grandes. Steve llegó, empuñó la guitarra entre sus manos e intentó que no se le atenazaran mientras Zappa le retaba a realizar ejercicios cada vez más complicados, hasta que Vai llegó a su límite: «No, eso que me pides es imposible». Frank lo miró con suficiencia, arqueó sus cejas y le espetó: «Bueno, creo que Linda Ronstadt está buscando guitarrista». «Siento haberte hecho perder el tiempo», contestó el joven Vai. Zappa volvió a sonreír con su característica socarronería y finalizó: «Estás en la banda».

Steve Vai tenía entonces veinte años. Y tan solo dos tocando junto al genio de Maryland fueron suficientes para empaparse del concepto de (en sus propias palabras) «libertad infinita bajo control» que Frank Zappa promulgaba. Luego llegaron los días de éxito, cine, videoclips y saludables cuentas de banco, siendo parte de bandas como Whitesnake, Alcatrazz o el grupo de David Lee Roth, además de aparecer fugaz, pero impactantemente, en la película Cruce de caminos (1986). Pero Vai no se iba a estar quieto. No iba a conformarse con los dividendos, necesitaba esa libertad musical que le enseñó su padrino. Así comenzó su carrera en solitario. Primero desarrollando un estilo ingenioso y abierto, pero todavía dentro de las premisas de los tradicionales guitar heros de la época. Pero las modas pasaron, y eso jugó a favor de su creatividad, cada vez menos sujeta a las normas establecidas. También por eso creó su propio sello discográfico: para hacer lo que le saliera de la guitarra. Y eso es precisamente lo que hizo la noche del pasado viernes en San Javier. Porque el jazz es libertad musical. Y aunque lo de Vai no es jazz, obviamente, sí es, sin duda, un alegato a la emancipación rockera, a salirse de unas reglas que en realidad nadie escribió.

El control de la libertad infinita

El más técnico

Vai hace el amor con su guitarra. Ya no tiene 20 años, de hecho cumplió 62 el mes pasado, pero da igual, porque su relación no conoce crisis de pareja alguna. Se contornea con ella en su regazo. La acaricia, la mira enamorado... hasta literalmente la besa, y de vez en cuando pisa el acelerador para que el frenesí y la pasión sean más físicos y menos racionales. La química fluye entre los dos, para terminar siendo ambos un solo ser. El uno sin el otro no son nada. El control que el neoyorquino posee sobre el instrumento es tan amplio que toda la experimentación parece nacer del espíritu del que lo sabe todo y, fruto de ese conocimiento casi absoluto, remienda su aburrimiento de superdotado experimentando de mil maneras. Vai puede que no sea el más rápido, pero sí puede ser el más técnico. Y lo de ‘técnico’ dicho en un amplio sentido de la palabra... Porque el control sobre el instrumento va más allá, y trasciende sobre sus alrededores, comprendiendo acústica y técnicas de sonido. Él sabe en qué cajón está cada herramienta, aunque no sea exactamente la que corresponde a su especialidad.

El concierto se inicia con Avalancha. Se trata de uno de los cortes de su recientemente editado Inviolate (2022). Es un número típico de la escuela Vai, cuando se trata de construir canciones con forma de sintonía de gran premio de automovilismo. Hard rock con doble pirueta, introduciendo las primeras sensaciones de la noche: la base de ritmo pegaba de lo lindo, sonaba grave hasta lo subsónico y con demasiada presión. Se abría un hueco en las frecuencias para que se acomodase la guitarra del jefe con espacio sonoro para su despliegue, aunque provocando cierto vacío. Giant balls of gold es la siguiente. Un monstruo cimentado en un riff colosal sobre el que espolvorear todo el picante guitarrero.

En cuanto al resto de músicos sobre el escenario del Auditorio Parque Almansa, ya los conocíamos, pero al cabo de dos canciones certificas que la banda que acompaña al astro no posee el punto sublime de sus mejores encarnaciones. Para el recuerdo quedan aquellas alineaciones mágicas con Billy Sheehan al bajo, Virgil Donati a la batería y Tony MacAlpine a la guitarra y teclados. Ha pasado mucho tiempo. Sus sustitutos llevan flanqueando a Vai una media de dos décadas, lo que les da rango de personal de confianza, aunque todos sabemos que Philip Bynoe (bajo), Jeremy Colson (batería) y Dave Weiner (segunda guitarra), siendo excelentes músicos, no llegan a la condición sublime de sus antepasados. Puede ser una elección económica, pero también da la impresión de que Steve Vai se encuentra muy cómodo entre músicos de un perfil algo más bajo.

Little Pretty trajo el tercer cambio de guitarra en las tres primeras canciones. Con su espíritu de blues fusionero llegó cierto sosiego, se equilibró el sonido, y empezaron a amanecer los primeros armónicos exuberantes, rompiendo exquisitamente entre melodías disonantes. «Hágase la calma», susurró la guitarra de Vai, mientras él rasgaba sus cuerdas y florecía la elegancia que significa ese blues cristalino titulado Tender surrender con su halo a lo Eric Johnson y una suprema exhibición de bending y trémolo. El concierto había entrado de lleno en velocidad de crucero. Momento de máxima atención, instantes oportunos para que Candlepower hiciera de muestrario para la presentación de la técnica de nuevo cuño denominada ‘joint shifting’ creada por el guitarrista americano. Al final del tema se quedaba solo Dave Weiner para mostrar sus habilidades al mando de su golpeada Fender Stratocaster. No estuvo mal: fue un solo bien construido. El problema vino después, cuando se unió a él el maestro Vai, y se materializó ante nuestros ojos un vivo ejemplo de la diferencia entre lo humano y lo divino.

Canciones como Building the church son perfectas para la pegada y el groove de Colson, quien se mostraba muy sólido en lo suyo mientras Steve volvía a noquear al personal con su exposición de tapping a dos manos. Hay quien dice que este tipo de virtuosos hacen demostraciones deportivas, más que artísticas. Y puede ser, pero no hay que olvidar que también hay quien se emocionaba con las galopadas de Usain Bolt, cumbre de las manifestaciones atléticas. Porque Vai es tan exagerado con respecto a los demás, como el jamaicano lo era comparado a sus rivales. Ese punto extravagante es en sí un valor definitivo para no dejar indiferente a nadie. Si vienes buscando otro tipo de sensaciones más raciales o emotivas, te equivocas de ventanilla. Simplemente este no es el sitio, y por lo tanto Steve Vai no puede ser medido por ese rasero.

A última hora, el público que abarrotaba el auditorio se puso en pie, se acercó al escenario y la complicidad se multiplicó exponencialmente para saborear de cerca las rendiciones a clásicos como la hímnica Liberty o la épica balada For the love of God, a cuyos primeros compases se le sumaron unos versos cantados en italiano, de manera operística, por el técnico de monitores, Dani G., quien es un experimentado músico asturiano acreditado por pertenecer a bandas como los notables power-metaleros Darksun. Steve Vai desconocía esa faceta de él, y le ha permitido hacer ese cameo durante toda la gira europea que está tocando a su fin. Olía a final de fiesta, y así fue. La rúbrica corrió de la mano de Taurus bulba. Tras el último acorde, Vai chocó todas las manos de las primeras filas, sonrió a todo el personal y volvió a dejar la sensación de ser un auténtico caballero. Aprendió de los mejores, y es uno de los mejores... de siempre.

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