D esde su infancia, Rosa Ana Martos Sitcha, pasa los veranos en la casa que su familia tiene en Galifa, cerquita de la playa de El Portús. Me recibe con su sonrisa inmensa y su cordialidad rebosante. Está feliz, hace poco ha sido mamá. Su hija se llama Siena, como el color y como la bella ciudad italiana, y mientras hablo con su madre, la atienden, embobados, su padre y las abuelas. A través de la explosión colorista de buganvillas del jardín, el sol dorado de la tarde ilumina unos montes que protegen el azul de un mar que ya se huele. La conversación es encantadora, como esta gran artista que está llevando el arte de nuestra Región por numerosas salas españolas y europeas. En los últimos años ha vivido en Madrid, donde mantiene un estudio, pero últimamente ejerce de profesora en la Facultad de Bellas Artes de Murcia y ha regresado a Cartagena.

Su obra se balancea entre la ciudad y la gente. Sus paisajes urbanos de Cartagena, Murcia, Madrid, Barcelona o Londres siempre están poblados de personajes que les dan vida, gentes anónimas que tienen un contrapeso en la mirada cercana de los retratos de mujeres, de gran formato, que Rosana pinta surgiendo del agua, del aire, del barro o del fuego. Su dominio del dibujo es sobresaliente y el color se descompone en capas y gradaciones intensas o sutiles.

No es un tópico, pero cuando niña ya dibujaba sin parar. No pudo ir a ningunas clases porque no había academias o le pillaban lejos, pero ella jugaba con sus amigos a ponerlos a pintar. Aquellas fueron sus primeras clases de pintura. Dice: «No me imaginaba que me iba a gustar tanto dar clases en la Facultad. Es muy gratificante y nadie se creería lo mucho que aprendo de mis alumnos. No hay mayor satisfacción personal que dar clases también los viernes por la tarde y que te digan que no es un suplicio, sino un disfrute».

Me cuenta sus años de estudiar Bachiller de Artes en la Escuela de Artes y Oficios de Murcia y su recuerdo de buenos profesores como Alejandro Franco. Luego, en la Facultad de Bellas Artes de Valencia, me vuelve a insistir lo mucho que se aprende de los propios compañeros. Allí hizo sus primeras colectivas por los pueblos y los barrios, empezó a impartir clases en algunos institutos y «descubrí lo mucho que me gusta la docencia, incluso en esa edad tan problemática como la adolescencia y esos niños que no están ahí por vocación, sino por obligación, pero a los que a mí me gustaba conquistar. La enseñanza es muy difícil si tienes que dedicar muchos esfuerzos a que se callen o no se peleen. Lo cierto es que, además, yo siempre quería dedicarme a la pintura por entero, y ahí estaba yo, con el alma dividida entre el taller y las clases»

Me cuenta que le transmite mucho más lo femenino, que sus cuadros no son meros retratos, que cuenta historias y sentimientos y que «las mujeres me ayudan más a transmitir lo que quiero. Lo cierto es que me aprovecho de familiares y amigas y las pongo a todas en danza, las tiro al agua o al suelo y tengo que agradecerles que confíen en mí y me regalen su tiempo». También nos detenemos en sus referentes y me habla de artistas contemporáneos como Genny Saville o Torregar, aunque confiesa que la mejor exposición que ha visto en su vida fue una de Lucian Freud en Barcelona.

Precisamente Rosana Sitcha está exponiendo actualmente en Barcelona una muestra que después llevará a Madrid, y también me cuenta algunos próximos proyectos en nuestra Región.

Terminamos hablando de otros asuntos, le preocupa la cultura, que «sigue estando maltratada y ninguneada, sobre todo las artes plásticas», y la inflación: «No nos podemos resignar a que se forren las grandes multinacionales a nuestra costa. Habría que salir a la calle, y hay que potenciar el comercio de cercanía…», y confiesa: «Este momento tan feliz de mi vida, con mi niña, no lo puedo disfrutar del todo por esta guerra absurda, en pleno siglo XXI, que amenaza nuestro futuro».