Todo nos alcanza. También, y cada vez más, la desintegración de las relaciones que nacieron para ser eternas. Quienes nos hemos enamorado hemos sido capaces de desafiar al tiempo, a la distancia e, incluso, al sueño. Hemos podido hacerlo porque hemos tenido la certeza de que nuestro amor era único e irrepetible, superior e indestructible. Los protagonistas de Feliz final (Seix Barral, 2018) iban a envejecer juntos. En La uruguaya (Libros del Asteroide, 2020), Lucas y su mujer iban a ser capaces de sobreponerse al desgaste del tiempo. Y, por supuesto, Luis no pretendía darle el último empujón a su relación tras el viaje a Austin en el que descubrió las cartas de William Faulkner a su amante Meta Carpenter (Los días perfectos, Libros del Asteroide, 2021). Pero todos y cada uno de esos amores excepcionales tuvieron algo en común: no fueron capaces de evitar que los años erosionaran el mundo que habían construido juntos.

El desamor es inherente a la literatura, es el tema universal por excelencia, pero es posible que exista un interés renovado por narrar todo aquello que lleva aparejado una ruptura (el embiste de la rutina, la pérdida del deseo, la sacudida de la paternidad, las expectativas truncadas, el fracaso laboral) en unos tiempos en los que todo se ha convertido en objeto de consumo y las fechas de caducidad tienden a acelerarse. Hoy, por fortuna, las relaciones se acaban, no tenemos que cargar con una compañía que nos desagrada y nos anula, pero la facilidad para finiquitar nuestros compromisos tampoco nos ha hecho más felices. Seguimos queriendo que el amor nos salve.

Después del derrumbe siempre nos empeñamos en diseccionar el pasado compartido. Emprendemos un recorrido retrospectivo en busca del momento en que todo cambió; entonces, además de martirizarnos escuchando una y otra vez canciones tristes, no hay nada más importante que localizar el punto de no retorno.

Como todos los amores son únicos, también lo son las rupturas, pero todas las autopsias amorosas demuestran que a la despedida siempre le precede el cansancio; todo lo que un día nos atrajo ahora nos provoca hartazgo. «Si no podés con la vida, probá con la vidita —se recomienda a sí mismo el protagonista de La uruguaya, de Pedro Mairal—. Se me había vuelto todo demasiado complejo. Me quedaba grande toda esa vida que habíamos construido juntos (…) Nos estamos odiando con nuestras listas de cosas por hacer. Ahora tengo un pizarrón en la cocina y me hago mis listas de temas pendientes. Mis listas tácitas, mis demandas cambiantes. Asimilé de vos las listas visibles y me organizo bastante bien. Ya no siento como ajenos esos temas por resolver».

El protagonista de la novela de Mairal se decanta por la confesión en primera persona; los personajes de Feliz final, de Isaac Rosa, van alternando su experiencia, de adelante hacia atrás en el tiempo, y en Los días perfectos, de Jacobo Bergareche, Luis escribe cartas a su mujer y a su amante. Todas las narraciones se adentran de distintas formas en las arenas movedizas del amor: cómo llega un momento en que eso con lo que soñamos al principio, la construcción de una nueva identidad —la pareja, la familia—, nos asfixia hasta que tenemos que huir.

Por supuesto, las grietas del amor también pueden ser originadas por la incertidumbre y la precariedad. Isaac Rosa incorpora en su relato a dos voces todas esas injerencias cotidianas propias de nuestros tiempos para presentarnos una novela más política sobre lo que ocurre cuando el amor se acaba. «Cuando hablamos de las relaciones amorosas nos fijamos mucho en la tecnología, las redes sociales. Veo muchos artículos sobre el amor en tiempos de Tinder, pero no veo ninguno sobre el amor en tiempos de la subida del alquiler en Madrid o en tiempos de submileurismo», dijo Rosa tras publicar este libro.

Quizás, como nos sugiere Bergareche, el punto de no retorno nos alcanza cuando se agota nuestra disposición para tener un día perfecto. «Sé que la mayoría de las jornadas que nos esperan serán revisión de deberes, desayunos de yogur y fruta, colegio para los niños, oficina, un poco de tele o de libro que te dejarán dormida antes de medianoche, pero la puerta tiene que quedar abierta, no ya a tener un buen día, sino a que seamos capaces de imaginar juntos que lo tendremos».

Que el amor es eterno mientras dura, como escribió Vinicius de Moraes, lo descubrimos hace mucho. Siempre ha habido una literatura interesada en descifrar qué factores contribuyen a que esa eternidad se prolongue más o menos, en intentar aprehender ese instante en el que por primera vez sentimos que ese universo compartido ya no es el paraíso y que permanecer en él es condenarnos a languidecer, a no ser. En Mairal, Rosa y Bergareche he encontrado tres exponentes capaces de plantear las preguntas adecuadas para tratar de aproximarnos a una respuesta que, reconozcámoslo, quizás no exista.