La Opinión de Murcia

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New York, New York

Welcome to New York City

La primera vez que vi Manhattan parecía que estuviese delante de un decorado del Hollywood clásico y entendí que el cine y la realidad tienen un mismo significado en esta ciudad

Ilustración de la ciudad de Nueva York.

No podría decir cuándo supe de la existencia de Nueva York. La infancia comienza a tener la forma de un rompecabezas en mi cabeza y soy incapaz de ordenar todos aquellos comics de superhéroes, los dibujos animados correteando por Central Park o el skyline en las revistas dominicales que a menudo rondaban por el salón de casa. Pero a pesar de la nebulosa de aquellos días, sí que recuerdo una gran fascinación desde el principio por esta ciudad, como si a lo largo de los años me hubiese adentrado por un lugar sagrado a medida que he ido sumando películas asentadas en esta extraordinaria metrópolis norteamericana. 

Esa fue precisamente la sensación que tuve la primera vez que vi Manhattan desde un avión de Iberia. El comandante anunció por megafonía que estábamos sobrevolando la isla y en la cabina de pasajeros se armó un cierto revuelo. Desde la ventanilla de mi asiento se divisaban los rascacielos bañados en un cielo tan azul como el océano Atlántico. Había, sin embargo, algo ilusorio en aquella panorámica. Parecía que estuviese delante de uno de los decorados de alta precisión del Hollywood clásico y fue en ese instante cuando entendí que el cine y la realidad tienen un mismo significado en esta ciudad.

De todas las escenas posibles me vino a la cabeza la llegada a América del niño Vito Corleone en la segunda parte de El Padrino. Aquel chico lo ha perdido todo en Italia. El capo de la mafia que asesinó a sus padres y hermano anda buscándolo por Sicilia, pero gracias a la ayuda de unos vecinos consigue montarse en un barco con destino a Nueva York. En la película se muestra a un Vito de apenas 9 años caminando por la cubierta mientras se descubre la Estatua de la Libertad entre las brumas. A pesar de su corta edad ya tiene esa mirada sosegada de la persona magnánima que será en el futuro. Sus ojos contemplan el símbolo del Nuevo Mundo con un gran poso de nostalgia, como si la pérdida de su familia y una esperanza recién nacida se estuviesen dando la mano en este plano histórico.

De vuelta a Iberia y una vez aterrizado, la mejor manera de sacudirse las seis o siete horas de vuelo y los malos humos de los policías de frontera es salir a toda velocidad del aeropuerto y dirigirse hacia Manhattan. Hay varias posibilidades. La más directa es coger un taxi. Uno tiene la esperanza de que sea el mismísimo Travis Bickle de Taxi driver el que te abra la puerta de su coche amarillo y te lleve hasta la puerta de tu hotel en cualquier rincón del corazón de la ciudad. Me he imaginado muchas veces una carrera en su vehículo mugriento. Estoy convencido de que este tipo solitario, una vez roto el hielo, se lanzaría al abismo y terminaría confesando los secretos mejor guardados de la noche neoyorquina. No creo que ningún otro testigo haya presenciado mayor número de infidelidades y demás asuntos turbulentos por el espejo retrovisor de su taxi. Sería un trayecto memorable.

Otra alternativa más económica, aunque también más aparatosa, es usar el metro. Se trata de un viaje al centro de la tierra donde habrá que estar atento a los cambios de tren y a no pasarse de estación. Por otro lado, el metro de Nueva York tiene un cierto aire siniestro. Son muchas las películas que se han instalado en este laberinto subterráneo y siempre ha sido para mostrar la oscuridad del ser humano. Reconozco que de niño me horrorizaba el fantasma de Ghost aprendiendo a desplazar objetos desde el más allá. A partir de entonces las imágenes no han dejado de moverse por ese terreno tenebroso. 

La última aparición demoníaca es la de Joker. El personaje interpretado por Joaquin Phoenix tiene una extraña enfermedad. Bajo situaciones de alto voltaje reacciona con ataques de risa que llegan, en ocasiones, a provocarle ahogamientos. Una noche volviendo a casa en metro vive uno de esos episodios frente a una pandilla de borrachos y terminan dándole una paliza. De esta manera se desata la tormenta y asistimos al nacimiento definitivo del villano por excelencia de Batman. Pero pese a las múltiples referencias al cómic, Joker no puede situarse en el género de superhéroes. Es una obra mucho más profunda, tal vez, un estudio sobre la locura como nunca se ha mostrado en la gran pantalla.

Después de presenciar estas amenazas se aconseja huir por cualquiera de sus bocas de metro y caminar por una de sus avenidas interminables. Una opción muy recomendable es bajarse en Brooklyn y llegar hasta la calle Washington. Merece la pena pasear por sus aceras con el majestuoso puente de Manhattan al fondo. Aquellas eran las vistas de los protagonistas de Érase una vez en América en su infancia peligrosa. La atmósfera melancólica de la obra de Sergio Leone termina apoderándose de este camino y resulta difícil contemplar ese retablo de los tiempos modernos sin sentir el dolor que va dejando la huella del paso de los años. 

Una vez agotada la calle Washington se abre, al otro lado del rio Este, la ciudad de Nueva York. Si comienza a caer la tarde observarán los rascacielos bajo un cielo en llamas. Llegados a este punto puede seguir hacia adelante por el puente de Brooklyn y atravesarlo a pie. Serán ustedes unos espectadores privilegiados. Los edificios comienzan a iluminarse mientras los últimos reflejos de sol se pierden por sus ventanales. Es un momento mágico, como si un gran estudio se estuviese preparando para poner en macha el rodaje de una película. Para aquel entonces Manhattan será ya una parte imprescindible de sus vidas. 

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