La Opinión de Murcia

La Opinión de Murcia

El efecto Matilda

Angelina Beloff

Esta artista de origen ruso y corazón mexicano es reconocida como una de las esposas del famoso pintor, pero la realidad es que es una figura clave en la plástica del país azteca

Angelina Beloff

Al hablar de pintura mexicana saltan a nuestra memoria, de manera casi espontánea, los nombres de Diego Rivera y Frida Khalo, es imposible no pensar en ellos como máximos exponentes de su historia, pero en este triángulo amoroso-artístico casi nunca se menciona la figura de Angelina Beloff, rusa de nacimiento pero mejicana de corazón que desarrolló todo su trabajo por aquellas tierras y además fue la primera esposa de este muralista, famoso por su habilidad como encantador de almas femeninas; de hecho, en realidad se la conoce más por este hecho circunstancial que por su propia valía artística.

Aunque siempre tuvo interés por todo lo creativo debido a las presiones familiares, su padre era un magistrado ruso, ingresó en la Facultad Físico-Matemática, mientras que por la noche daba clases de pintura en una academia nocturna. Fueron sus profesores los que, viendo las aptitudes de Angelina, la animaron a matricularse en la Academia Real de Bellas Artes de San Petersburgo, pero tras su participación en una huelga estudiantil sería expulsada un año más tarde obligándole a seguir su formación en escuelas particulares.

Tras la muerte de sus padres en 1909, y contando con una escasa pensión, se traslada a París con la intención de perfeccionar sus conocimientos, primero en la Academia de Matisse y después en la de Anglada Camarasa, donde conocerá a la pintora española María Blanchard, a la que le unirá desde entonces una constante amistad. Estudió grabado en metal y madera, especializándose en este medio con un estilo absolutamente personal que no se dejó influenciar por las modas del momento. Si en una primera etapa su pintura era más bien academicista al entrar en contacto con la multitud de movimientos de vanguardia presentes en la capital francesa, así como su relación con artistas como Picasso, Juan Gris y Modigliani, le ayudan a ver la naturaleza de una manera mucho más libre, tal y como recomendaba Cézanne, estructurando las emociones bajo el uso de la razón.

En el mes de junio de ese mismo año viaja a Brujas junto con su querida amiga, donde conoce a Diego Rivera, con quien se casará en 1911, estableciendo su residencia en París. A partir de ese momento, su carrera artística en cierto modo se para, no sólo por lo absorbente de aquella relación, repleta de contratiempos, pasiones y engaños, que consumían su espíritu y también su tiempo –ya que incluso ejercía de asistente de su marido preparando los lienzos y pigmentos para que éste pudiera pintar–, sino también, y sobre todo, por el fallecimiento de su hijo de tan solo 14 meses a causa de una fatal neumonía provocada por la falta de carbón dada su precaria situación económica. Esto fue lo más difícil de superar.

Tras más de una década de vida marital, el mexicano se marcha de manera inesperada a su país con la promesa de enviarle dinero para que ella viajara después, aunque esto nunca sucedió. La abandonó, la dejó sola, sumida en una gran tristeza, un vacío que incluso le hizo perder todo interés por la pintura. Diego no respondía a sus cartas y con una situación económica más que precaria tuvo que trabajar en lo que pudo: desde restauración de cuadros hasta ilustración para libros, sin olvidar nunca la idea de volver a verlo otra vez.

Fueron necesarios once años de duro trabajo hasta que Angelina consiguió reunir la cantidad necesaria para viajar a México y así reencontrarse por fin con su marido, lo que no esperaba es que al llegar éste se había vuelto a casar hasta dos veces, además de sumar multitud de amantes. Cuando ambos se encontraron por la calle, Diego fingió no reconocerla y Angelina no supo ni qué hacer. De nuevo se encontraba sola y en un país extraño.

Aunque al principio sólo pensaba quedarse seis meses, finalmente consiguió reconducir su destino, siempre gracias a los amigos que allí encontró, permaneciendo en tierras mexicanas el resto de su vida. Comenzó a trabajar como profesora de dibujo en la Secretaría de Educación Pública, enfocando toda su energía en el ámbito educativo, y formó, junto con otros artistas, un grupo de teatro de guiñol con la intención de usar aquellas marionetas como vehículo de aprendizaje, llevando su pequeño teatro a cárceles, hospitales y diferentes colonias marginales. Esa fusión de estilos y lenguajes que aprendió en París y en sus diferentes viajes –todos los veranos visitaba España, adoraba los tizianos de El Prado–, supo sintetizarlos con la tradición pictórica mexicana de colores vivos en escenas de corte cotidiano que evitaban ahondar en cuestiones políticas e ideológicas.

Murió con noventa años y nunca más supo de Diego Rivera, quien en alguna ocasión manifestó que Angelina lo había hecho todo por hacerle feliz mientras que él solo supo darle dolor y toda la miseria que un hombre puede causarle a una mujer. Aunque hoy es considerada una figura clave de la plástica mexicana, muy pocos conocen su nombre (la sombra de su marido sigue siendo muy alargada). Profesora, dibujante, escultora e ilustradora de diferentes libros –como los cuentos de Hans Christian Andersen–, grabadora y pintora, fundadora del Salón de la Plástica Mexicana, Angelina Beloff fue mucho más que la mujer de un tal Diego, ella era una artista por propio derecho a pesar de que su historia parece haberse desdibujado con el tiempo… ¿Cómo es posible olvidar más de treinta años dedicados al arte? Hoy la devolvemos a su lugar.

Compartir el artículo

stats