Me embarco en la goleta Saint Christophe, de 1935. El propósito es conocer la costa de la Región de Murcia auspiciado por la asociación Círculo Vélico Mar Menor, que pretende poner en valor la navegación a vela por nuestro litoral. El armador Antonio Lorente López, un enamorado de la navegación a vela, no para de hablarme de las bondades de la Costa Cálida para navegar y fondear al abrigo de nuestros cabos: Palos, La Azohía y Cope, según sople el viento de Levante o de Poniente.

Desplegamos velas en Santiago de La Ribera, frente a la centenaria casa Barnuevo; esta goleta es fácilmente manejable con poca tripulación. El capitán calcula el tiempo para llegar en el momento en que se levanta el puente del Estacio. Pasamos al Mediterráneo rumbo a Isla Grosa, perteneciente al municipio de San Javier. Mientras rodeamos la isla y el islote del Farallón, Antonio me cuenta sus vivencias de juventud en esta isla, y la sorprendente vida de su padre, conocido como El Cabo La-Isla, que ahora tiene 93 años.  

El Cabo La-Isla

Con este nombre se conoce a Antonio Lorente, porque fue durante 27 años el responsable de la Armada Española en Isla Grosa, frente a La Manga. Desde 1992 está declarada Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA).

A Antonio le ofrecieron este destino como un paraíso; al principio lo era, salvando los problemas de incomunicación. La vida era muy tranquila, allí cuidaba de su mujer, Concepción López, y sus cuatro hijos (Dori, Antonio, José Andrés y Belén), les daba clase hasta que iban al colegio en San Pedro del Pinatar. Era una época de escasez, pero el pescado no faltaba, aunque la carne sí; tenían un corral con gallinas, dos cabras y un cerdo; el día de la matanza era un acontecimiento.

Antonio era el cabo y tenía seis marineros a su cargo, el objetivo principal era de vigilancia; se comunicaban con banderas entre la isla y El Estacio en La Manga, pasaban largas temporadas incomunicados a causa del temporal. Sus hijos recuerdan su infancia con satisfacción, vivían con la naturaleza, pescaban, buceaban y le ayudaban en todo. La Manga era una lengua de arena —sin edificios—, rara vez pasaba algún barco, seguían su rumbo con la mirada, sin prisa; su hijo Antonio lo acompañaba siempre a recoger los víveres, iban en barca de vela latina hasta la zona del Estacio, había un hilillo de agua innavegable; cruzaban andando hasta la costa del Mar Menor y montaban en otra barca hasta Lo Pagán, del municipio de San Pedro del Pinatar. De regreso, paraban en La Encañizada y el niño Antonio cogía tantos peces con las manos como podía. Aún se conservaba la torre defensiva con dos cañones.

Saint Christophe en Isla Grosa

En las maniobras militares de prácticas de tiro, los barcos y submarinos lanzaban torpedos con la cabeza de madera, llegaban hasta las señales que ponían en la playa de La Manga y con la barca iban a recogerlos para su reutilización.

En los años 70, el Centro de Buceo de la Armada (CBA) comenzó a organizar cursos de adiestramiento y no sólo de unidades de élite de los ejércitos españoles, también de muchos países. Venían a entrenarse comandos americanos, veteranos de la guerra del Vietnam que mandaban al Líbano. Caían en paracaídas al mar y los tenían que recoger en la barca, hacían prácticas con fusiles y armamento especial del lugar donde iban a combatir y les mostraban las heridas de guerra, estaban un poco locos —recuerda Antonio—. La isla ya no era la misma, y decidió pedir el destino a la Comandancia de San Pedro del Pinatar.

Pero la extensa y dura vida de Antonio Lorente es digna de repasar: nació en Mazarrón, a los 9 años trabajaba en las minas, los dos primeros años en lo más profundo y los tres siguientes en la superficie; a los 14 años se marchó con su tío para trabajar de pastor, había mucha escasez de todo y se alistó en la Marina. 

Tres años en La Galatea

Con 17 años se fue al Ferrol, cuando le preguntaron por el número de zapato que gastaba no lo sabía, siempre había llevado esparteñas que se hacía él mismo. Embarcó en el Galatea durante tres años y casi sin pisar tierra lo destinaron en Elcano durante cinco años (1948 a 1953). Antonio, El Cabo La-Isla recuerda: «Tuve tiempo de aprender muchas cosas yo solo, hasta raíces cuadradas. He conocido toda la costa de Sudamérica, Norteamérica, Asia y África. En cada puerto sólo estábamos ocho días. En Argentina sobraba comida, era un país muy rico. Los norteamericanos eran muy ignorantes, no conocían nada del resto del mundo. Llevábamos coñac Tres Cepas, que nos costaba quince pesetas y lo vendíamos por tres dólares o cambiábamos por tabaco, medias de cristal y otras cosas. Recuerdo que el FBI nos pilló con el coñac y para demostrar que era para consumo propio me tomé media botella en el momento y mi compañero la otra media. El primer bañador Meyba que llegó a España lo traje yo; también traje penicilina sin saber lo que era, porque un prestigioso médico me lo había encargado y en España no había».

Antonio me comenta que pasó mucha hambre y frío, como cuando en plena tormenta subió a sustituir una vela en Elcano, bajó a las cuatro horas congelado y con las manos ensangrentadas. Antonio se jubiló de contramaestre, aunque siempre será El Cabo La-Isla.  

Continuamos la singladura para relatar el próximo viernes la historia de la isla del Barón de Benifayó y la leyenda de la rusa nudista.