La Opinión de Murcia

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Los dioses deben de estar locos

Maquiavelo en San Casciano

La ruina de Venecia y la restauración de los Médici en Florencia sellaron el destino de Nicolás Maquiavelo, quien, a causa de las órdenes promulgadas por los nuevos poderes, fue confinado en la agreste localidad de Sant’Andrea perteneciente al municipio de San Casciano el año de 1512. Allí, y hasta su amnistía en 1521, apartado de la vida pública, pasaba los días dedicado a las esforzadas labores del campo para ganarse el sustento. Algunas noches, el antiguo servidor público volvía la vista a los libros de los grandes autores, y en permanente diálogo con ellos, plasmaba por escrito los pensamientos que destilaba su alma. De ese trato balsámico con las letras nacieron creaciones suyas, notables y originales, llenas de una sabiduría política inquietante, como El Príncipe. Y entre aquellas obras, quizá una inesperada, una gran comedia titulada La Mandrágora.

Calímaco, crecido en Francia a causa de las guerras que asolaban Italia, está enamorado de Lucrecia, incluso antes de haberla conocido, debido a las alabanzas escuchadas sobre su hermosura; por ello, determina marchar a Florencia y seducirla a cualquier precio. Sabe que Lucrecia está casada con Nicias, un viejo leguleyo, necio e incompetente con el que no consigue tener hijos. Esta circunstancia será aprovechada por Calímaco, audaz y temerario, para hacerse pasar por médico y engañar al marido asegurándole que puede elaborar una pócima de mandrágora, con la cual logrará el embarazo de la bella Lucrecia la misma noche que ella la beba, pero ocasionará, según creencia general, la muerte del hombre que se haya acostado con ella. Alarmado y esperanzado a la vez, Nicias se deja aconsejar por Timoteo, confesor de Lucrecia, monje corrupto, experto en tercerías, abortos y encubrimientos. El religioso ya se ha unido a la conspiración, animado por la perspectiva de sobornos a los que él llama limosnas y ofrendas.

Asimismo, Sóstrata, madre de Lucrecia, resulta un valioso auxiliar para el éxito del plan, pues sabe que si su yerno muriera sin descendencia, su hija quedaría desvalida y desheredada a manos de la familia de Nicias. Artífice de todo el engranaje y su compleja maquinaria, el único capaz de llevar a la práctica los atrevidos pensamientos de Calímaco es Ligurio, antiguo casamentero y ahora simple consejero de lances privados, que por unas pocas cenas y la promesa de dinero inventará el falso secuestro de un joven, al que poner a la fuerza en el lecho de Lucrecia. Dicho joven, un cualquiera destinado a morir, no ha de ser otro que Calímaco disfrazado, quien tan convencido de la estupidez de Nicias, como prendado de la belleza y buena disposición de Lucrecia, revela a esta sus planes y la persuade (sin gran esfuerzo) de continuar engañando al marido para verse, en adelante, con la promesa de desposarla como viuda cuando Nicias, entrado en años, muera. Los conjurados se enardecen mutuamente y se ponen bajo la blasfema protección de San Cornudo. Al día siguiente, consumado el aparente ritual de fertilidad y sacrificio, la falsa víctima propiciatoria desaparece según lo convenido y reaparece como Calímaco. Este, con doctoral autoridad, garantiza ante Nicias la preñez de la esposa, ahora feliz y entusiasta. Como pago y prenda de amistad a causa de tan honorables servicios, es acogido en la familia y aceptado como protector quien fuera, en realidad, burlador de la misma.

Esta comedia deja un amargo regusto después de las risas. Muestra el Renacimiento bajo una perspectiva oscura y sucia donde reina un dudoso conocimiento, mero espejismo, que oculta la ignorancia mezclada con la superstición de infanticidas, limosneros, alcahuetes y hechiceros fabricantes de pócimas. Es un escenario golpeado por la pobreza y el desamparo de los débiles, donde las personas más inteligentes, aparecen destinadas a ofrecer su talento y asistencia a las pasiones torcidas de los poderosos. Brilla, eso sí, una potencia irreductible que se aprovecha de los más frágiles, que pone sus energías y esfuerzos en la consecución de un objetivo. Las virtudes tradicionales se hunden en el fango de la corrupción, mientras que una nueva virtud, que solo se reconoce a sí misma como autoridad, irrumpe dueña del campo. Es la modernidad llamando a las puertas.

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