La Opinión de Murcia

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El efecto Matilda

Carolina del Castillo

Los copistas del Prado son especialmente valorados entre los críticos de arte, pero durante mucho tiempo fue una tarea reservada casi exclusivamente para los hombres

Carolina, en el Museo Del Prado

Hace pocos días compré una pintura de excelente calidad, no era de un artista conocido, pero la obra en cuestión me cautivó por su gran maestría a pesar de ser una copia de una conocida obra del Museo del Prado. En realidad, en el siglo XIX, fecha donde se sitúa la misma, era muy frecuente que los pintores aprendieran a pintar copiando las grandes obras maestras, son famosos los copistas del Prado, de hecho existen desde su fundación en 1819, incluso hoy los podéis ver en alguna de sus salas aprendiendo los entresijos de este noble arte observando las pinceladas de aquellos maestros.

No hay que caer en la tentación de pensar que estas copias no tienen valor, evidentemente no el mismo que el original, pero existen algunas que son muy consideradas porque sus artífices fueron grandes pintores de la historia… Picasso, Fortuny, Renoir, Monet y Toulouse-Lautrec, entre otros muchos. No era fácil obtener una licencia de copista, había que cumplir una serie de estrictos requisitos accesibles a muy pocos, hombres en su mayoría, cuestión que para las mujeres era siempre mucho más complicada, así que descubrir la figura de la asturiana Carolina del Castillo entre aquella fila de artistas resulta de lo más sorprendente.

Desde bien pequeña fue una mujer muy cultivada, su familia procedente de la burguesía de Gijón le inculcó el amor por el arte, la música y la literatura, demostrando una habilidad natural para la pintura. Con apenas veintitrés años se casa con el médico militar Gonzalo del Campo y dedica su vida al cuidado de sus seis hijos abandonando aquellas primeras actuaciones en dibujos, acuarelas y estampas, ya que además su esposo se encontraba ausente debido a la Guerra de Cuba.

Siempre ha sido la pintura un buen refugio para las almas heridas y no hay mayor dolor que la pérdida de un ser querido, así que cuando uno de sus pequeños muere en 1906 el arte fue ese lugar donde poder vaciar la gran angustia de su corazón. Animada por su preocupado marido, comienza a tomar clases de pintura de la mano de José Nicolau Huguet, artista académico de corte realista que no sólo le enseñó a desarrollar sus notables aptitudes, sino que también le insistió en su necesaria participación en certámenes y exposiciones nacionales de bellas artes donde recibió diferentes medallas y menciones a su trabajo, años en los que firmaba sus pinturas con el seudónimo Krol-Ina. Paisajes, escenas costumbristas, retratos de sus amigos y familiares, y también desnudos, porque ella fue una valiente, atrevida como pocas, hecho que causó cierta conmoción en su Gijón natal ya que utilizaba como modelos a prostitutas, a las que por cierto tampoco les gustaba posar desnudas para una mujer pintora, muchas se negaron, lo que convirtió esta insólita tarea en un verdadero reto para ella.

Cuando su producción se encontraba en un momento álgido, su única hija cae enferma y esto la lleva hasta París para ser tratada por un conocido médico, donde conocerá de primera mano la obra de los impresionistas, quedando cautivada por la rapidez de sus pinceladas. El fallecimiento de la pequeña será otro duro golpe en la vida de Carolina del Castillo, y justo ese mismo año, 1909, fallece también su maestro.

En 1914, la familia se traslada a vivir a Madrid para poder ofrecer a sus hijos una mayor formación académica y es cuando su pintura, también su vida, se vuelve mucho más dinámica. Las asiduas tertulias con otros pintores e intelectuales del momento, y sus nuevas clases de la mano del pintor Cecilio Plá, le ofrecen un nuevo camino donde el color se vuelve mucho más intenso y las formas de ese realismo academicista anterior se van diluyendo hacia un postimpresionismo más suelto. Es también en ese mismo año cuando fascinada por la obra de Velázquez, y debido a su gran trayectoria expositiva, consigue situarse como una de aquellas mujeres copistas del Prado.

Era una pintora de necesidad espiritual no comercial así que nunca quiso vender sus obras, a veces las regalaba, algo que su marido nunca entendió, incluso cuando dejó de usar seudónimo se olvidaba de firmarlas, no le importaban esas cuestiones, y era su marido quien las firmaba por ella en más de una ocasión, por eso la mayor parte de su producción se conserva en su entorno familiar; el último inventario contabilizó 169 pinturas y 37 dibujos. El retrato fue donde mejor expresó esa manera íntima y peculiar de concebir lo pictórico dando un especial protagonismo a la atmósfera personal del personaje retratado, sin excesos, ni falsedad, sin tratar de embellecer o tapar nada, sólo la verdad de cada rostro, incluso del suyo propio que retrató en infinidad de ocasiones.

Cuando sus hijos ya son independientes regresa a Gijón y, poco tiempo después, un accidente por unas escaleras debilitará su salud, falleciendo en 1933.

Denunció en más de una ocasión la situación de discriminación que sufrían las mujeres en el arte en la primera mitad del siglo XX, el hecho de que sus obras estuvieran separadas de las de los hombres en las exposiciones de Bellas Artes, la extendida creencia machista de que las mujer artista debía ser de aspecto hombruno, y según sus propias palabras, «la cortés guerra que a todas las pintoras nos hacen los artistas hombres». Una mujer transgresora de su tiempo para la que lo único importante era la pintura por la pintura.

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